La sociedad global está imbuida en un fenómeno inédito y difícil de desentrañar. Estamos asistiendo aceleradamente a la conformación de un escenario masificado donde reina el clima del desengaño, de la desconfianza, de la sospecha, de la indignación e incluso de la revuelta por motivos que escapan a cualquier racionalidad.
Algunos expertos han bautizado esta era como la sociedad del disenso, es decir, la sociedad de los electrones libres, de la disrupción. La sociedad impredecible, vulnerable y epidérmica, sin vínculos duraderos, que tiende a centrifugarlo todo, a devorar sus formas constituidas. Pierre Rosanvallon se refiere a esta inestabilidad generalizada como el lugar donde se escenifican incansables rituales espectaculares, liturgias mediáticas que buscan garantizar la “alquimia” de la legitimidad, desde donde el poder y las instituciones puedan mantenerse socialmente vivas, al menos, por un día más.
Un tiempo paradójico, sin duda. Valores como el desengaño, la sospecha, la indignación -no podemos obviar este dato- pertenecen a la sana y valiosa tradición de la ética moderna, que le otorga una primacía a la elección del individuo, a su determinación por decidir allí donde hay indiscernibles. Sin embargo, hoy carecemos como nunca antes de referentes, de garantías y modelos que nos permitan hacer el ejercicio básico de distinguir dónde está el original y cuál podemos considerar su copia o simulacro; qué distingue a lo humano de la máquina o el robot (boot); cuál efectivamente es la verdad y cuál la mentira; cómo podemos distinguir la realidad de la ficción. Reina la licuefacción, la sensación del todo cabe, del “todo es posible”, lo que hace fértil la confusión, la angustia por determinar dónde debemos pararnos, qué trinchera defender, cómo protegernos ante el torrencial río de signos a los que constantemente estamos expuestos en nuestra vida cotidiana.
En la orgía de la información digital sin fronteras y sin lugar, en la multiplicación de los eventos, en las lecturas y relecturas de lo que ocurre, en las versiones y contra versiones que recibimos y damos de los hechos, nos queda la sensación, al final del día, de que mientras más activos nos volvemos, más vulnerables somos; mientras más empoderados nos sentimos, más equivocados estamos.
Es un tiempo para reaprender sin brújulas, sin destinos manifiestos, sin relatos claros. Nos movemos en la incertidumbre con conceptos zombis, como le llama Ulrich Beck, lo que hace todo más arduo, más precario y más efímero en el juego necesario de discernir lo justo.
El filósofo alemán Boris Groys advirtió hace algunos años que los sentimientos que iban a dominar la economía cultural o simbólica de esta época eran el anhelo, la pasión y la nostalgia. Y eso es lo que vemos manifestarse en cada viralización de una información o en los “shitstorms” o revueltas sociales guiadas por la indignación: una mezcla de esperanza, de rechazo a las circunstancias, una viva nostalgia de un pasado que desapareció o que sencillamente nunca existió. Sin referentes ni garantías, estamos condenados a repetir lo ya vivido, a quedar presos de las emociones y de la frustración. Los conceptos zombis están vivos pero muertos, no debemos olvidar esta paradoja.
Lo que parece sacarse en claro de la sociedad del fake en la que vivimos (si la verdad no tiene valor, entonces todo es mentira), es que no parece ser el estoicismo el mejor modo de vacunarse contra ella (no se puede actuar como si un paraguas bastara para sortear estos ciclones). Tampoco se puede ser epicúreo (el que quiere borrarse de estas tormentas de la información tratando de entender lo inentendible y termina, por esto, deprimido, seco de respuestas). Pareciera que al militante tampoco le va mejor, extraviado y sin modelos en sus apuestas, siempre termina devorado por sus pasiones (amor, odio, ignorancia) contra el Otro.
Pareciera, más bien, que un tipo de cinismo, una toma de distancia con la realidad, un “no soy eso” que todos sienten, puede salvarnos y a partir de allí empezar a construir los diques, los nuevos volúmenes que puedan funcionar más allá del presente de la sociedad líquida digital.
Un cinismo que persiga des-vitalizar, des-naturalizar la realidad, el entorno y la burbuja algorítmica donde nos movemos. Comportarnos como si fuéramos observadores “muertos”, sin pasiones. Quizá allí conseguiríamos el antídoto o la nueva oportunidad para pensar el presente sin tanto inmediatismo.
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