A propósito de la orden de prisión preventiva dictada en contra del vicepresidente Jorge Glas, acusado del presunto delito de asociación ilícita por el caso Odebrecht, vale la pena reflexionar sobre la corrupción y el modelo de Estado concentrador.
La corrupción ha sido definida como el abuso del poder encomendado, para beneficio personal. Los sobornos, desde el corruptor hacia el corrupto, se dan porque este tiene discrecionalidad en los procesos de compras públicas o en cualquier manejo de recursos del Estado, debido a la falta de transparencia y controles externos.
En las esferas judiciales de varios países de la región, por estos días se ventila el escándalo de los sobornos entregados por Odebrecht a altos funcionarios gubernamentales a cambio de obtener jugosos contratos. Las pesquisas han sacado a la luz un patrón en el que intervienen tres personajes claves: el jefe con poder de decisión, el agente (persona de confianza o intermediario) y el cliente (firma constructora) que entrega la coima. En Ecuador, los hechos se consumaban con un contralor que también recibía sobornos para hacer la “vista gorda” a cualquier irregularidad.
Un entorno corrupto crea una cadena de enriquecimientos no justificados, basados en el monopolio y en la decisión de personajes políticos, cuyos eslabones están enlazados por “pseudo empresarios” expertos en husmear dónde está la plata. Estos individuos van donde el funcionario que tiene las llaves de los contratos, a quien sobornan y “gratifican” con coimas. Alrededor de este “capitalismo de compadres” se forman verdaderas trincas con mucha gente involucrada que vive de los negociados. Un submundo distinto a lo que significa hacer negocios, trabajar con decencia y con responsabilidad social.
Si algo deja en claro el caso Odebrecht es que un Estado concentrador es el modelo ideal para que se manifieste la corrupción. Ahí germinan el robo, el atraco y el sobreprecio.
En un reciente artículo escrito para la publicación académica INNOVA Research Journal, pongo en consideración una afirmación intuitiva –aunque no divorciada de la realidad-: Si la carga presupuestaria mundial de las economías de los Estados corresponde a un 30% de sus ingresos, y la corrupción representa un 10%, el costo de esta lacra equivaldría al 3% de las rentas nacionales.
Bajo ese supuesto, en el contexto ecuatoriano, los costes de la corrupción representarían unos $3.000 millones anuales. Calculado por un periodo de diez años, la cifra alcanzaría unos $30.000 millones. Curiosamente, el monto semeja al total de los capitales que habrían salido del país con rumbo a paraísos fiscales, según estimaciones del Servicio de Rentas Internas (SRI).
Según el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, a inicios del siglo XX las rentas nacionales de los Estados (masa de riqueza que producen los ciudadanos y que entregan al gobierno) correspondían al 5% del Producto Interno Bruto (PIB). A poco más de una centuria, el tamaño de los Estados modernos equivale -más o menos- al 45% de las rentas nacionales. Es el caso de Italia y Francia, por mencionar dos ejemplos.
Después de las bonanzas ficticias solo quedan saldos por pagar. El presidente Lenín Moreno, al presentar su plan económico ha dicho que honrará todas las obligaciones. ¿De cuánto estamos hablando? Ni más ni menos que de $10.000 millones por año.
En estas tierras, el expresidente Rafael Correa se ufanaba de haber creado alrededor de medio centenar de organismos públicos entre ministerios, secretarías y un sinfín de instituciones adicionales a las ya existentes. Durante uno de los diez años que estuvo al mando, ese gobierno reportó gastos por el orden de unos $46.000 millones, nada menos que el 46% de la riqueza del país.
Un modelo de gestión basado en una incesante recaudación tributaria, crea incentivos perversos mediante la entrega de bonos y la imposición de programas del tipo “desde la cuna a la tumba” que pretenden asistir a los menos favorecidos. Así se gestan masas clientelares que viven de estas ayudas.
Adicionalmente, este esquema genera otras distorsiones. El traslado de la riqueza desde quienes la producen a manos de un gobierno redistribuidor, provoca un crecimiento excesivo del Estado hasta llegar a un momento en que la situación se vuelve insostenible.
A fines de la década de los 80, comienzos de los 90 y durante los primeros años de la dolarización, el tamaño del Estado ecuatoriano no representaba más allá del 25% del PIB, con el importe de la renta petrolera y los impuestos que recaudaba.
En palabras del gobernante anterior, aquello dibujaba una “larga y triste noche neoliberal”, en la que supuestamente el Estado no intervenía en nada. Una falacia por donde se mire, porque siempre hubo obra pública y regulaciones. En esa época también estallaban escándalos de sobornos, aunque en cuantías menores comparadas con lo que se sabe de la última década.
Según los economistas Edwars y Dornbush, autores de la Macroeconomía del Populismo, los Estados se vuelven populistas con la promesa de redistribuir la riqueza a los pobres. Con ese discurso adoptan un conjunto de medidas que disparan los niveles del gasto, pero eso funciona de maravilla… en una primera fase. Sin embargo, cuando la escalada se vuelve insostenible empiezan los problemas.
Así ocurrió en Venezuela durante los primeros años del gobierno de Hugo Chávez, igual en Argentina cuando fue administrada (sucesivamente) por los esposos Kirchner-Fernández. Lo mismo pasó con el correísmo, que acrecentó la deuda del país de $15.000 a unos $85.000 millones (incluidas las preventas petroleras).
Después de las bonanzas ficticias solo quedan saldos por pagar. El presidente Lenín Moreno, al presentar su plan económico ha dicho que honrará todas las obligaciones. ¿De cuánto estamos hablando? Ni más ni menos que de la friolera de $10.000 millones por año. ¿Quiénes sufrirán el mayor impacto? Definitivamente, los sectores sociales más empobrecidos.
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