En los desastres que ha sufrido el país siempre la sociedad tuvo una presencia importante en los procesos de reconstrucción. A veces el Estado ha reconocido ese papel y otras no. En esos momentos, la sociedad civil ha funcionado a veces con un poco de situaciones anárquicas, pero con enorme vitalidad y gran sentido de solidaridad. Eso sucedió, por ejemplo, en los terremotos de Ambato, de 1949; en el de Baeza, en 1987, y en el desastre de La Josefina en 1993.
Las respuestas han sido diversas según las circunstancias. En un caso el Estado ha asumido un papel absolutamente protagónico y ha tratado de supeditar la acción de la sociedad civil. Al inicio del terremoto de Ambato, por ejemplo, esa fue la tónica, pero luego se reconoció que la sociedad iba a tener un papel importante. Incluso se estableció la Junta de Reconstrucción de Tungurahua, con representación local que el Estado potenció. El gobierno de Galo Plaza fue consciente de que su gestión llegaba hasta cierto punto de dinamizar la unión de la sociedad.
Para entonces cabe recordar que el alcalde de Ambato, José Arcadio Carrasco Miño, era conservador y el presidente Plaza liberal independiente. Hubo un enfrentamiento o al menos una tensión entre las dos autoridades, pero la deferencia no fue ideológca sino de perspectiva sobre el manejo de la reconstrucción, dado que Carrasco tenía una visión más local frente a un Presidente que al principio quiso centralizar completamente las operaciones de reconstrucción. El resultado no fue positivo, porque se encargó la misión a una serie de personalidades, entre ellos el obispo Bernardino Echeverría quien terminó acusado de haber festinado los fondos de la reconstrucción de Ambato.
En términos políticos, las tensiones entre los dirigentes políticos permitió que el cantón diera un giro a la izquierda y el nuevo alcalde electo no fue ni conservador ni liberal, sino el socialista Neptalí Sancho Jaramillo que, además, fue un líder con enorme popularidad, la cual fue galvanizada precisamente a partir del terremoto.
En términos arquitectónicos, la reconstrucción de Ambato tuvo mucha resistencia en sectores de la ciudadanía que querían mantener su trazado urbanístico. En algunos casos se logró rectificar calles y derrumbar algunos edificios que no estaban completamente destruidos para que la ciudad tuviera mayor amplitud. Sin embargo, el nuevo trazado no tuvo éxito pues si bien el centro fue destruido su trama urbana no creció con avenidas amplias ni con espacios públicos mayores.
Los procesos de reconstrucción siempre traen decisiones complejas. Cabe recordar, por ejemplo, que el terremoto que en la Colonia destruyó a Riobamba obligó el traslado de la población a su asentamiento actual. En el caso de Ibarra, algunos pobladores, entre ellos concejales de la época, intentaron que la ciudad fuera instalada en Santa María de La Esperanza, pero García Moreno y Mariano Acosta decidieron que la ciudad debía volver a su asiento tradicional y su reconstrucción desde los cimientos estuvo a cargo del ingeniero Thomas Reed quien dispuso calles bastante rectas y anchas, con un estilo decimonónico.
El alcalde de Ambato José Arcadio Carrasco, sin embargo, tuvo el acierto de ser el gran impulsor de la Fiesta de la Fruta y de las Flores, mediante la cual Ambato se comprometía a salir de sus escombros precisamente articulando un hito de convocatoria nacional. Se potenció, entro otros aspectos, la producción de frutas en la zona. Esto, además, generó una nueva sicología en la ciudadanía, al institucionalizarcierta disciplina social, entre otros aspectos, la puntualidad. El país, desde entonces, habla de la “hora ambateña”. Los ambateños, al fin y al cabo, lograron afianzar una cultura de renacimiento.
La misma intención centralizadora del Estado se vivió también cuando se dio el terremoto del 5 de marzo de 1987, con la rotura del oleoducto y la caída de algunas casas. Entonces, el gobierno de Febres Cordero asumió el control desde el Estado. Incluso, curiosamente, nombró al presidente del Partido Social Cristiano para que coordine las acciones de reconstrucción de las poblaciones afectadas. Esto fue contraproducente porque todos entendimos que el Gobierno estaba asumiendo partidariamente el manejo del apoyo y la posibilidad de que se pueda usar recursos del Estado para los damnificados y la reconstrucción de los pueblos afectados.
En cambio, hacia 1993, cuando se produjo el derrumbe de canteras y el embalsamiento en La Josefina, el presidente Sixto Durán Ballén tomó una actitud distinta: en vez de asumir la tarea directamente desde el Estado, la encargó al Arzobispo de Cuenca, monseñor Alberto Luna Tobar, un hombre muy prestigioso y que suscitaba mucha credibilidad en varios sectores. ¿Qué sucedió? Que la sociedad ganó confianza en las acciones generadas porque el Arzobispo dirigió el proceso con energía y confiabilidad de la ciudadanía.
Hubo un momento dado en que se generó un debate de si se debía hacer estallar el dique de La Josefina y al final se tomó la decisión con el punto de vista del Arzobispo de Cuenca, porque esa era una decisión no solamente técnica sino de profundo impacto social.
Así podemos ver que cuando los gobiernos de turno han tratado de monopolizar las acciones supeditando a la sociedad en las labores de reconstrucción, al final los resultados han sido negativos porque la sociedad termina reclamando al Estado lo que debe y lo que no, pues un proceso de reconstrucción toma años y desde luego el apoyo no puede llegar a todos simultáneamente.
La lección que podemos tomar del pasado es entender que el Gobierno, de ninguna manera, puede tratar este asunto como un tema en el cual el Estado centralizado maneja las cosas y solamente espera que la sociedad contribuya y participe, pero sin ser actor clave del proceso de reconstrucción. Así, en vez de confiar en los organismos locales y confiar en la sociedad civil, formando, por ejemplo, una Junta en Manabí para que se haga cargo del tema, el Presidente ha nombrado a un ministro por cada ciudad para que ellos se instalen allí y dirijan los operativos con apoyo de la fuerza pública.
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