Ecuador se aproxima a las elecciones presidenciales de 2025 en medio de un contexto político caracterizado por la fragmentación. Con 16 binomios en la contienda, la idea de un proceso democrático plural podría parecer una señal positiva para muchos. Sin embargo, esta situación refleja problemas estructurales profundos que van más allá de la cantidad de candidatos: un sistema político debilitado y desorganizado, donde la falta de distinción clara entre partidos y movimientos ha creado un escenario caótico y poco funcional.
La proliferación de candidaturas es más un síntoma de la crisis política que una expresión del pluralismo democrático. Aunque en la superficie parece ofrecer una mayor cantidad de opciones a los votantes, en realidad, fragmenta el electorado de manera tal que dificulta la construcción de consensos y, a largo plazo, amenaza la gobernabilidad del país. El sistema político ecuatoriano, con su complejidad, permite que numerosos movimientos con bases poco consolidadas presenten candidaturas, generando un ruido electoral que desorienta a los ciudadanos y complica el panorama electoral.
Aunque existe una gran cantidad de binomios y partidos en cada elección, los resultados electorales tienden a concentrarse en dos o, como mucho, cuatro partidos o movimientos principales. Un claro ejemplo de esto es lo que ocurrió en las elecciones donde participó Guillermo Lasso, donde más del 75% del electorado se concentró en solo unos pocos candidatos. Esto deja al resto de los partidos con porcentajes muy bajos, lo que demuestra la falta de una verdadera distinción entre ellos. A pesar de que el sistema electoral permite una amplia variedad de candidaturas presidenciales y vicepresidenciales, los votantes suelen optar por las mismas opciones tradicionales, como el PSC, la ID o la Revolución Ciudadana, que bajo distintos nombres ha tenido una presencia constante a lo largo de los años. En contraste, existen movimientos políticos que, para ser sinceros, apenas son conocidos y no logran captar una porción significativa del electorado, normalmente moviéndose entre el 20% y el 30% de los votos.
La fragmentación política que se ha observado en las últimas elecciones podría tener serios efectos en la legitimidad de los procesos electorales y, sobre todo, en la gobernabilidad posterior. Aunque en las elecciones presidenciales el panorama se reduce a dos o tres fuerzas principales, como la Revolución Ciudadana, que desde el gobierno de Lenín Moreno ha mantenido un voto sólido entre el 35% y el 40% del electorado, este voto suele dividirse entre candidatos de oposición y aquellos que representan al oficialismo, según el contexto socioeconómico y sociopolítico del momento. El gobierno de Moreno es un claro ejemplo de cómo la fragmentación y la falta de consensos pueden generar inestabilidad, algo que se ha visto repetido en otros gobiernos posteriores, como el de Guillermo Lasso, en donde la ruptura de alianzas provocó una crisis política que desembocó en la denominada “muerte cruzada”.
Si se analiza el comportamiento del electorado en elecciones recientes, se observa que, a pesar de la cantidad de candidaturas, los resultados suelen concentrarse en dos o tres opciones dominantes. Este patrón muestra que, aunque haya muchas alternativas, el sistema no permite que nuevas voces realmente emerjan como opciones viables de gobierno. El electorado, al final, se debate entre las mismas fuerzas políticas que han dominado el escenario durante años. Esta falsa pluralidad no solo confunde, sino que diluye el verdadero sentido de una elección competitiva.
La falta de claridad en la distinción entre partidos y movimientos políticos es otro problema de fondo. En Ecuador, movimientos locales y regionales pueden competir en elecciones nacionales, lo que genera un desequilibrio en las candidaturas. A menudo, estos movimientos carecen de una estructura sólida y presentan programas políticos ambiguos o inexistentes. En muchos otros sistemas políticos, los partidos nacionales asumen la representación en elecciones presidenciales y legislativas, mientras que los movimientos tienen un papel más limitado a lo local o regional. Implementar un cambio en este sentido podría ser un paso clave para estabilizar el proceso electoral.
Además, la financiación pública de las campañas electorales en Ecuador agrava la situación. El sistema electoral financia a todos los binomios que participan en la contienda, lo que significa que cada nueva candidatura representa un costo adicional para el Estado. Con 16 candidatos, el gasto público en las elecciones aumenta significativamente, destinando recursos a campañas de figuras que no tienen posibilidad real de ganar o de contribuir de manera constructiva al debate político.
La fragmentación del voto tiene consecuencias directas en la gobernabilidad. Un presidente electo con un porcentaje bajo del voto total enfrenta serias dificultades para construir mayorías en la Asamblea Nacional, lo que puede conducir a crisis políticas y de gobernabilidad. Las alianzas que se forman en medio de este entorno fragmentado tienden a ser frágiles y poco sostenibles, lo que afecta la capacidad del gobierno de llevar a cabo políticas coherentes y de largo plazo. A medida que los gobiernos se ven obligados a ceder a intereses de pequeños grupos para asegurar su estabilidad, el país se vuelve cada vez más vulnerable a la inestabilidad política.
Es evidente que se necesitan reformas profundas para fortalecer la democracia ecuatoriana. Una de las principales propuestas que se han discutido es la necesidad de delimitar claramente el papel de los movimientos políticos. Limitar su participación a elecciones locales o provinciales podría reducir el número de candidatos en las elecciones presidenciales y permitir que los partidos nacionales, con propuestas más consolidadas, sean los que compitan a nivel nacional.
Por otro lado, es esencial promover la consolidación de alianzas políticas antes de las elecciones. Incentivar la formación de coaliciones basadas en programas conjuntos podría reducir la fragmentación y ofrecer al electorado opciones más claras y coherentes. Las alianzas no deben ser simplemente herramientas electorales, sino proyectos políticos sostenibles que permitan una gobernabilidad efectiva y una mayor estabilidad en el largo plazo.
El sistema de financiamiento de campañas también debe ser revisado. La financiación pública de campañas debe enfocarse en candidatos y partidos con verdaderas posibilidades de representar a una parte significativa de la población. Esto permitiría un uso más eficiente de los recursos públicos y reduciría el incentivo para que se presenten candidaturas sin un respaldo popular genuino.
Finalmente, es crucial reconocer el rol de la ciudadanía en este proceso. El exceso de candidaturas y la fragmentación del debate político no son excusas para la apatía o la desinformación. Es responsabilidad de cada ciudadano informarse y participar de manera crítica en el proceso electoral. En un contexto donde la segmentación digital permite campañas personalizadas que a menudo fragmentan aún más el debate público, es fundamental que los votantes sean conscientes de las propuestas reales y de las implicaciones de su voto para el futuro del país.
Las universidades y las instituciones académicas también deben asumir un rol activo en este proceso, promoviendo la educación cívica y fomentando el debate político informado. En lugar de limitarse a observar el proceso electoral desde la distancia, las instituciones educativas deben participar activamente en la formación de una ciudadanía más crítica y comprometida con los valores democráticos.