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Entrevista: Jorge Martillo, la voz de los marginados nominado al Premio Eugenio Espejo

Tiempo de lectura: 6 minutos

 

La Universidad Casa Grande ha postulado a Jorge Martillo Monserrate para el prestigioso Premio Nacional Eugenio Espejo en su XXXI edición, en la categoría de Creaciones, realizaciones o actividades literarias. Con una carrera que abarca más de 45 años, Martillo ha dejado una huella imborrable en la literatura ecuatoriana, destacándose en la crónica literaria, reportajes y poesía. Su obra pone en escena a las clases populares de Ecuador, retratando con maestría la vida de los afroecuatorianos, montubios, subalternos, obreros y la marginalidad urbana. Su pluma ha sido un vehículo para el realismo y la poesía descarnada, convirtiéndose en una voz poderosa que promueve la empatía y la compasión.

 ¿Qué significa para usted ser nominado al Premio Nacional Eugenio Espejo en esta edición?

Es un honor porque representa un reconocimiento a mi trabajo literario que he ejercido durante casi toda mi vida. Por lo general los escritores deben ejercer múltiples oficios para sostenerse; en mi caso la crónica fue mi sustento de vida, por eso siempre la abordé desde sus posibilidades literarias: el  empleo de imágenes o recursos literarios para narrar los pueblos costeros, las ciudades y sus periferias.

La poesía me acompañó siempre. Su escritura fue una especie de camino paralelo, una línea de vida en donde pude explorar el desgarro de la experiencia humana.

La Universidad Casa Grande ha sido un pilar fundamental en esta nominación, ya que por medio de su Facultad de Artes,  me honran con este impulso que pone en valor la escritura de quienes pertenecemos a generaciones pasadas.

A lo largo de sus 45 años de carrera, ¿cuál considera que ha sido su mayor contribución a la literatura ecuatoriana?

Creo que mi aporte fue la forma de ver. Por lo general cuando pensamos en la escritura de Guayaquil pensamos en el realismo. Es difícil no escribir de forma descarnada y brutal estando en Guayaquil; sin embargo aposté por impregnar el realismo de metáforas, imágenes.

Por un lado, quise ahondar en la escritura de crónicas de “personajes” a los que solo se buscaba para ser parte de la crónica roja porque siempre he sostenido en que no trato con personajes, sino con seres humanos, que deben ser contados con dignidad, con fuerza, pero también con la belleza que impregna la desgracia. Por otro lado, a la poesía traté de llenarla de ciudad, de una modernidad fallida, contar sus calles, sus olores, llenar al poema del paso del tiempo: como una crónica.

Entonces aposté por la crónica como un poema y el poema conteniendo el tiempo.

Sus escritos a menudo retratan a las clases populares y marginales de Ecuador. ¿Qué lo motiva a dar voz a estos grupos?

Soy hijo de una campesina y un operador de cine, en la época en donde los cines barriales llenaban las ciudades principales del país. Crecí en Los Ríos y Letamendí, centro de Guayaquil. Mi niñez fue recorrer los mercados, cruzar el río en gabarra, jugar indor en calles de cascajo y lodo.  En mi adolescencia viví ese Guayaquil que empezaba un proceso de masificación y modernidad como casi todas las ciudades del país. Ya en mi adultez pude ver el producto del boom petrolero y cómo las ciudades de la Costa empezaban a incrementar los llamados “cinturones de pobreza”. Cuando estudiaba Literatura en la Universidad fui parte de grupos de alfabetización en la zona de Mapasingue, que en ese tiempo se consideraba una “invasión”. Desde esa época y por mis recorridos, siempre estaba rodeado por la carencia de quienes venían a una ciudad con la promesa de una mejor vida. Esas historias, esas vidas tienen voz. Yo no le he dado voz a nadie, lo único que hice fue mirar y escuchar, de forma atenta y darles cabida en las páginas de los diarios. Todas las semanas dejé que  su voz entre en los poemas, llenen la literatura nacional  de coba, lenguaje popular, dichos, una lengua distinta. Lo hice porque son vidas que valen, que muchas veces están en la oscuridad por indolencia, pero existen y no necesitan que alguien las represente, sino que se las presente ante los ojos de todos, que se sienten a la mesa con igualdad.

¿Cómo ha evolucionado su perspectiva sobre las comunidades afroecuatorianas y montubias a lo largo de su carrera?

Mi abuelo paterno era afroecuatoriano, mi madre campesina de Los Ríos. El pueblo aforecuatoriano, en la décadas de mi niñez y juventud vivía en zonas completamente marginalizadas. La música, la gastronomía de este pueblo no eran apreciadas, consumidas, sino que eran una especie de  cultura periferica. Yo acudía al Cristo del Consuelo, un barrio de Guayaquil fundado por los años 50´s, que lamentablemente sigue siendo conflictivo, siempre buscando sus historias. Tenía amigos en esa zona, una vez fui apuñalado. La pobreza es una condición a la que el pueblo afro y el pueblo campesino han sido sometidos. Son culturas riquísimas, viven en territorios con abundantes recursos naturales, lamentablemente nuestro país ha sido ingrato con ellos y hasta la actualidad vemos como ser cholo, montubio, afro es una categoría: el color de piel, el fenotipo.

Es importante avanzar en el reconocimiento de la diversidad nacional. Esa es la fortaleza de Ecuador: su diversidad.

Su obra está impregnada de realismo y poesía descarnada. ¿Cómo equilibra estos elementos en sus escritos?

El lenguaje es una herida. Una convención social, pero también una línea de fuga. Hay belleza en el dolor, eso no significa que esto deba ser validado como forma de vida, pero en el territorio de la literatura, del arte es importante reconocer que no existen límites sobre lo que vemos y cómo lo vemos.

La literatura es una instancia en la que me he permitido desgarrarme y desgarrar la sociedad en la que vivo. Ahondar en el dolor, encontrar en un trayecto, en una taberna, en un bus o en un atardecer la misma belleza. En ese sentido lo poético es la forma de mirar. Yo decidí mirar el dolor, las desgracias; pero también las alegrías, las pequeñas victorias populares, el jolgorio y la noche.

La vida es increíblemente contradictoria: dolorosa y plena.  Decidí verla así, como el  inmenso regalo que es para nosotros, seres finitos. Poder sentir el amor, la tristeza, el miedo y la ternura. Todo a la vez.

¿De qué manera cree que su trabajo ha contribuido a generar empatía y compasión hacia las comunidades que retrata?

Cuando vemos a los otros, no desde la pena, no desde el espectaculo, sino desde la profunda convicción de su dignidad, entonces tenemos delante de nosotros a un ser humano. Espero que todas las crónicas que escribí, todos lo poemas, los libros sean mesas y sillas en donde como país podamos vernos a la misma altura, con el mismo respeto.

Mirando hacia atrás, ¿hay algún momento o logro específico que considere el más significativo en su carrera?

He recibido algunos premios nacionales como el Aurelio Espinosa Pólit,el Ismael Pérez, el Ariel Internacional de cuento, entre otros, pero  creo que el logro más grande  fue el hecho de escribir, de forma constante, durante 45 años. Estar en la mesa, en el hogar de miles de personas de forma semanal, a veces con más de una columna en algunos medios, es para mi un motivo de orgullo. Que las historias que conté hayan sido parte de los hogares.

¿Qué mensaje le gustaría transmitir a los jóvenes escritores que buscan seguir sus pasos?

Hay muchas caídas en el camino. A veces los éxitos se ven como lo único que existe en una carrera, pero por cada éxito hay decenas de no, de fallas. Hay que aprender a vivir con las perdidas, porque ellas nos enseñan sobre nosotros mismos: nos preparan para la vida. Si lo que se desea es escribir hay que hacerlo a pesar de todo.

 ¿Qué espera lograr si recibe el Premio Nacional Eugenio Espejo? y ¿cómo percibe la importancia de este reconocimiento para la literatura ecuatoriana y para su carrera personal?

Bueno de lograr este reconocimiento espero poder vivir mi vida con unas mejores condiciones  de cara a una enfermedad que padezco. Envejecer, enfermar también es parte de este trayecto, pero siempre será mejor contar con medios que a un ser humano le permitan acceder a medicina, cuidados, etc. En mi caso ese sería el destino de este reconocimiento: tener una vejez digna.

En cuanto a lo profesional tengo unos cuantos libros inéditos que me gustaría poder editar. Son entrevistas que desarrollé en la década de los 90´s a pintores y personajes como Tábara, Sola Franco, Miranda, Walter Paez ( mi gran amigo).

De hecho cuando estaba en el colegio yo quería ser pintor, pero no alcancé cupo en el colegio Bellas Artes, así que terminé en la escritura; por eso siempre mi poesía fue muy visual y como cronista era yo quien tomaba las fotografías para graficar mis textos.  Ahora me gustaría retomar el camino de la fotografía y el dibujo.

¿Cómo define la identidad ecuatoriana en el contexto de sus escritos?

Solidaria. Somos personas que damos la mano a los otros. A veces parecemos más duros, hostiles, pero siempre terminamos por ayudar, ayudarnos entre todos. Es lo que he visto en los barrios, en los pueblos, en las comunas y todos los lugares que recorrí.

¿De qué manera cree que la literatura puede contribuir a la construcción de la identidad y la paz en Ecuador?

La literatura es como un espejo. Podemos ver en su reflejo, pero no siempre es una imagen nítida, es como una sombra, una imagen difusa. Creo que ese es su valor fundamental porque en el fondo las ideas sobre la sociedad no pueden ser impenetrables, fijas. La  cultura es como el agua: móvil, cambia de forma: debemos aprender a fluir, a responder a nuevos tiempos, a adaptarnos a nuevas formas de ser. Ser un nuevo país.

El cambio es una constante que la literatura nos muestra. Las sociedades nunca pueden ser lo que eran eternamente.

Los pueblos costeños no somos un lugar común de la alegría, así como los andinos no son un lugar común de la seriedad, o los amazónicos de lo lejano. Somos complejos, diversos. La literatura nos enseña de esos múltiples sentires y formas de ser. Cuando vemos a los otros en su diferencia nos humanizamos entre todos. La lectura nos aproxima: esa es la semilla de la paz.

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