El repletamiento de las prisiones era es la prueba de un Estado incompetente.
Loïc Wacquant
No se puede expandir la infraestructura de denigración humana que hoy se muestra en las prisiones en Ecuador. Es imposible pensar siquiera en reformas leves a un sistema des-controlado, como lo demuestran tres masacres carcelarias en 2021 en siete meses, donde han sido asesinadas por lo menos doscientas personas con armas por cuyo tráfico el estado no ha dado explicaciones. La prisión se halla extramuros de la vida ni se reduce a su dimensión logística. Es una racionalidad integrada a todos los ámbitos de esa misma vida: naturaliza el castigo del otro por medio del retiro de su cuerpo del espacio social y lo iguala al mantenimiento de un orden. La necesidad de imaginar un orden social sin prisiones es urgente, justamente, porque nos mostramos incapaces de pensarnos sin ellas. Nadie que se preocupe por la dignidad colectiva “debería considerar la estructura del castigo estatal como marginal a su trabajo”,[1] ha escrito Angela Davis desde el feminismo anticarcelario, pues dicha estructura refleja y afianza el castigo en la sociedad en general.
Tomemos como ejemplo la movilidad humana, que es preciso hacer más visible en este contexto. En su Política Nacional para el Sistema de Rehabilitación Social, publicada en mayo de 2021[2], el directorio del Organismo Técnico de ese sistema cuenta 3.330 personas de origen nacional diverso, entre ellas, 380 mujeres. Los dos grupos más grandes son de Colombia y Venezuela, con 1.819 y 1.127 personas respectivamente. A primera vista, se podría pensar que las repatriaciones y los mecanismos de entrega formal de personas judicialmente requeridas podrían contribuir a bajar el hacinamiento en prisiones. No se puede ir tan rápido: primero, la repatriación debe ser voluntaria, es un derecho al cual la persona puede acogerse, como lo señala Javier Arcentales, abogado defensor de derechos humanos en movilidad, y no debe verse como una solución mecánica: “falta análisis y asesoría técnica en este ámbito. Hay medidas que pueden incluso pueden resultar más costosas que la regularización masiva, que sería lo que cabe.”[3] Los datos de este grupo se muestran incompletos. No se ve segregación por infracción, situación migratoria, procesos de solicitud de refugio, si corren riesgo de muerte al volver a sus países (como es el caso de miles de personas refugiadas colombianas en Ecuador), entre otros. Hay un problema de invisibilidad estadística que impide desarrollar criterios mínimamente vinculados a la justicia.
Es público el alarmante problema de ausencia de censo en las prisiones de Ecuador: el Estado tuvo que admitir ante todo el país que la Penitenciaría del Litoral no contaba con listas de detenidos. Esto hizo que, para reconocer a las personas asesinadas, llamaran a un coliseo de forma masiva a las familias que pensaban haber perdido a alguien. Las acciones revictimizantes del Estado consistieron en mostrar fotografías de cuerpos o partes de cuerpos para que fueran reconocidos por tatuajes y señas particulares. Esa sola acción da cuenta del nulo control del Estado sobre las prisiones, a cuya población está obligado a proteger por ley, y sobre todo del desprecio que dirige contra las familias vinculadas a las prisiones, en su gran mayoría empobrecidas. El Estado es responsable de saber cómo está configurada la población carcelaria, cómo se mueve (entradas, salidas, traslados), con qué documentos de identidad ingresan. En el caso de personas no ecuatorianas, sus familias suelen ignorar hechos relativos a la prisión por meses. Fue el caso de Sindy Lorena Mosquera Rivas, mujer colombiana asesinada en la cárcel de Guayaquil el 4 de julio de 2021. Su familia la estuvo buscando por semanas desde su país. Ecuador falló al proteger sus derechos, además vulnerados con mayor frecuencia en el grupo del 8% de personas afrodescendientes en prisión, criminalizadas desde la racional racista que funda las cárceles. El marcador racial eleva la probabilidad de que una persona entre en prisión a lo largo de su vida y de que ese ingreso se convierta en una sentencia “informal” de muerte, poco importa si hay pena de muerte o no en la ley.
Dentro del modelo social carcelario, el encarcelamiento es su expresión más clara, pero no la única. La criminalización, la exclusión, el bloqueo de oportunidad laboral por ausencia de mecanismos efectivos de regularización, son otras, que comparten la población migrante, interna e internacional; las personas empobrecidas, en trabajo informal o sin empleo; grupos sociales racializados, despreciados por pobreza o descalificados de antemano como “iguales” respecto de sus derechos; y las mismas personas excarceladas que por sus “antecedentes” no pueden reintegrarse dignamente, como lo ha denunciado Elizabeth Pino, de Mujeres de Frente, a raíz de su experiencia propia.
Asimismo, en la expansión de las prisiones están en riesgo de vivir vidas aún más duras “no sólo a las personas privadas de libertad por delitos […] sino también las personas en hospitales psiquiátricos y otros establecimientos para personas con discapacidades; instituciones para niños, niñas y adultos mayores; centros para personas migrantes, refugiados, solicitantes de asilo o refugio, apátridas e indocumentadas; y cualquier otra institución similar destinada a la privación de libertad de personas”, según dice el documento mencionado del sistema de rehabilitación social. Construir más cárceles expande la lógica del encierro para confinar a más personas en más situaciones de desventaja. Fue conocido que durante los primeros meses del covid-19 se agotaron los lugares para detener a las personas sin techo, justamente castigadas por no tener dónde pasar el confinamiento, lo cual lleva a este modelo al absurdo.
Toda forma de expansión penal y toda ampliación del modelo carcelario va a darse sobre este desorden: ausencia de censos y gestión deficiente de datos; pérdida de control del Estado sobre las prisiones; cierres deshumanizantes, sin posibilidad de visitas; homogenización de la población carcelaria bajo la figura del “narco”; visiones securitistas, asentadas en desigualdades extrapenales vinculadas al racismo, la xenofobia, la pobreza y la violencia patriarcal. Toda expansión se da sobre el modelo que la antecede. Se quiere ampliar un modelo que se asienta sobre la perpetuación de la exclusión y que produce, literalmente, muertes programadas, como lo ha denunciado con claridad el colectivo Mujeres de Frente[4].
Desde la criminología feminista y el feminismo descolonial, Silvana Tapia, investigadora sociojurídica, entiende como expansión de la penalidad el conjunto de leyes, discursos, actitudes, políticas públicas y administración del gobierno que amplían el “sentido común carcelario”. “Es un discurso hegemónico que trata al castigo como sinónimo de justicia, y un fenómeno altamente racializado, clasista y patriarcal, y uno de los ejes fundamentales que permite la división jerárquica entre humanos y no humanos a fin de justificar la opresión y eliminación de los últimos como una forma de mantener el statu quo.”
¿Qué es lo que sí ha hecho? Aunque el catálogo de delitos del COIP es infinito, hay hitos que señalan que es posible reducir el modelo carcelario. La despenalización de la homosexualidad y del aborto han reparado en algo los daños a las personas que han sido encarceladas por ello. Jamás hay que olvidar a las personas judicializadas por su identidad sexual o por abortar. Respecto del aborto, el informe de Human Rights Watch[5] examinó 148 casos de 2009 a 2019, en los que 120 mujeres y niñas, 20 acompañantes y 8 proveedores de salud fueron procesadas por aborto, incluidos 38 casos en los que cumplieron condena en prisión. Hoy, la gente ya no va a prisión por ocio, por entregar cheques posfechados o por adulterio, parece nimio, pero hay conductas que pueden ser descriminalizadas para reducir ese catálogo infinito. Los indultos mencionados desde el Estado no deben darse solamente por condición de las personas (discapacidad, edad), sino también por lo que hoy está tipificado como delito y que puede gestionarse de otro modo. Y, sobre todo, se debe revisar con cuidado los delitos de pobreza. Es la década de mayor hacinamiento en prisiones y de menor inversión, como si volviéramos a una época de calabozos.
El nudo de la inseguridad no puede instrumentalizarse para justificar la expansión de un modelo de muerte. El porte libre de armas, el punitivismo sin límites y el cuidado de la propiedad privada por sobre la responsabilidad del Estado, la descriminalización de la pobreza y la creación de equidad económica construyen sociedades del desprecio, en donde todos terminamos en prisión, no importa que no estemos dentro de una cárcel.
[1] Angela Davis. Are Prisons Obsolete? Nueva York: Seven Stories, 2003, p. 61.
[2] En http://esacc.corteconstitucional.gob.ec
[3] Comunicación personal, 13.10.2021.
[4] En la voz de Typhaine León, de Mujeres de Frente, rueda de prensa de Alianza contra las Prisiones, INREDH, 13 de octubre de 2021. Consultar el trabajo de investigación y publicaciones en https://mujeresdefrente.org/nuestras-publicaciones
[5] El impacto de la criminalización del aborto en Ecuador, HRW 2021. https://www.hrw.org/sites/default/files/media_2021/07/ecuador0721sp_web.pdf