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Antonio y la Democracia

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Me llega la invitación a hablar de democracia, en memoria de Antonio. Tuve en verdad que pensarlo, nunca por Antonio, a quien consideré siempre como persona cercana e importante a la que le debía unas palabras, y siempre las palabras son formas de elaborar un duelo; sino por la democracia, de la que por mi lado, llevo en cambio quizás otra suerte duelo, que inició hace mucho más tiempo. Seguramente hablaré más de Antonio que de la democracia, o de la democracia para Antonio, de la que muchas veces discutimos y, ahora desde lugares distintos, discutiremos, desde a partir de revisar sus entrevistas y artículos. Quizás debería aclara con cuál democracia es la que estoy en duelo, porque por supuesto, no lo estoy con todas. Pero sí lo estoy con la representativa, en la que solo encuentro, en este país y otros, decepción, tras decepción. Antonio me hubiese discutido: me hubiese recordado, en el tono enfático que lo caracterizaba, que es el único sistema liberal que permite algo del flujo del deseo; aunque con mayor seguridad me hubiese escuchado con atención, hubiese hecho ese gesto que tenía de llevarse el puño a la boca durante un tiempo mientras me hubiese mirado fijamente, para después preguntarme: “¿y por lo tanto?”.

Antonio creía fielmente en eso de un gobernar imposible, como decía Freud. Y seguramente pensaba que esa imposibilidad, solo se podía dar en una democracia: en las dictaduras, en los caudillismos, en los gobiernos autoritarios, pues siempre es fácil gobernar: basta con silenciar, regular e incluso encerrar o desaparecer a unos tantos. Creo que hay partes en que Antonio hubiese estado de acuerdo conmigo: las democracias representativas convierten a los ciudadanos en apolíticos, delegadores de decisiones, mientras que el psicoanálisis siempre ha implicado hacerse cargo. Antonio, y en eso también coincidíamos, tampoco pensaba en esa demagogia de la igualdad, ya que por principio, somos diferentes; decía que lo democrático incluye a las minorías, pero no a lo políticamente correcto, que nunca lo consideró un “bien decir”; pensaba que las ideologías, son, lo cito, “ilusiones del sujeto” y que no funcionaba una participación regulada por los estados, a quienes consideraba “máquinas de hacer leyes y de evaluar”, por lo que los ciudadanos debíamos siempre desconfiar del poder.

Conocí a Antonio en el marco de grupos de estudio, en los que pasé quizás de observar discusiones a participar activamente de ellas. Sus seminarios, nunca fueron “esa” democracia con la que estoy en duelo. Como las democracias participativas, los seminarios de Antonio, siempre había un momento para un decir singular. No importaba lo desatinado, delirante o contradictorio de aquello que se dijese. Antonio, usualmente a veces hacía un espacio de silencio, para decir “siga”. Eran verdaderos espacios, donde se promovía esa idea de “tomar la palabra” que plantean los autores decoloniales, que sería lo que debería promover a la vez la democracia que estoy convencida empieza en una discusión de aula, en una reunión de trabajo y no en un consejo de participación.

En más de una ocasión, cuando la gente nos vinculaba, me decían, “Antonio es difícil”. Siempre pensé que Antonio, como el whisky en mi caso, era un gusto adquirido, cuando entendías qué era para Antonio pensar y cuando conocías también al Antonio de gestos bondadosos que surgían, en cambio, de manera muy fácil. Pero las discusiones, tenían que ser, por principio, ser difíciles, (bueno, con algo de humor negro, humor que compartíamos), para pensar con responsabilidad. En más de una ocasión, y hablo de tiempos del Antonio vivo, cuando yo estructuraba una idea, me preguntaba, ¿qué diría Antonio de esto?, porque lo consideraba una prueba definitiva de dialéctica. Antonio, como una escuela de pensamiento, que es como lo considero en mi caso, más allá de la amistad, transmitía quizás esa idea de que el pensar implica moverse y que TE muevan, de que pensar era siempre sospechar, incluso sospechar de ti mismo. Aunque me dicen que nadie quizás más poco deleuziano que Antonio, pues tenían en común la idea de que pensar es construir y destruir mundos al mismo tiempo, sus enunciaciones eran máquinas de pensamiento en el sentido del deseo.

Por supuesto es una destrucción de signos, ya que Antonio decía que “no hay que tolerar a los intolerantes, que quieren imponer sus objetivos en la calle a punta de palos, sean de derecha o sean de izquierda, sean fanáticos de una religión u otra”. Yo quizás le hubiese dicho, que en eso sí nos acordábamos mucho, que hay quizás que leer esa violencia, independientemente del proyecto que después se apuntale a partir de ella, como sinónimo de cambio. Y él hubiese dicho siga. Y yo hubiese seguido, diciendo que quizás a veces para construir cosas distintas, hay que destruir las que existen, que quizás hay en esas calles actualmente en todo el mundo, un “real” de la democracia. Y él me hubiese preguntado “¿y por lo tanto?” Y quizás yo no hubiese tenido mucho más qué decir, pero me hubiese ido, como siempre después de esas conversaciones, con la pregunta como trabajo. Porque ahora no sé si esos “por lo tanto” en la democracia son los más importantes, y no es quizás mejor pensarla –también – como acontecimiento sin proyecto, después de lo que hemos visto en la primavera árabe, Venezuela, Podemos en España o nuestra misma Revolución ciudadana: todos empezaron en las calles y luego han sido “por lo tantos”. Pero sí diría, que hay en estas calles contemporáneas algo del orden de lo real, algo del gesto de lo MUCHO que no marcha en las democracias neoliberales, que no debemos leerlos solo desde los resultados o sus fracasos, de los “por lo tantos”, sino como gestos.

Antonio me ponía incómoda, pero porque me respetaba, y uno después de algún tiempo entendía eso, y el respeto estaba en decirte una verdad. No LA verdad, pero digamos una verdad incómoda. La democracia real, debería permitir eso, debería poner y ponernos incómodos, debería ser un espacio, para decir ciertas cosas de verdad, porque el efecto de eso, como el del diván, es el movimiento. Y pensar es moverse. Nunca salías igual de una discusión con Antonio.

Sobre la relación psicoanálisis-democracia, Antonio demandaría a los psicoanalistas, lo parafraseo, no apoyar la construcción de una ideología unificada o hegemónica. El psicoanálisis está allí para mover, para desordenar, para separar. La democracia participativa, como Antonio, también es difícil: es escuchar lo que no quieres oír, es renunciar al ideal, es encontrarte con las diferencias abismales entre lo pensado y el proyecto ejecutado como hemos visto tantas veces en éste y otros países: “lo radicalmente democrático es introducir el no-todo de lo fenómenos y sus lógicas inconsistentes… éste es el mensaje de los psicoanalistas sin partido, al convulso mundo de la política y sus instituciones”. Antonio hablaba de la pregunta como un trabajo, de la necesidad de la conversación, de esta República de las Letras que intentaba fundar en cada encuentro. Entonces quizás la democracia no existe como tal: lo que existe es la construcción de la democracia, el acontecimiento de la democracia, su búsqueda continua. Lo que existe es la necedad de la democracia, el trabajo que nos da y nos debe seguir dando, porque es plural e imposible.

En su entierro escuchaba a sus analizantes levantarse, uno a uno, a agradecerle, cómo les había permitido hacerse una vida. En el psicoanálisis se va de a uno, en la política de a miles: en las sociedades disciplinarias, como dice Foucault, se decide quién vive. En el diván quizás se decide – uno decide – cómo se vive. Pero no es menor lo que pasa en un diván, de a uno, que alguien te permita o mejor digamos, genere las condiciones, para que te agencies una vida. El “por lo tanto” es un mundo que tienes que construir a veces de pedazos de otro, una vida que es tuya, de la que tienes que hacerte cargo. Eso que pasa en el diván, dicho por alguien que ha estado hasta ahora 7 años en uno, es un gesto político tremendo. Y es la democracia la que nos permite, hacer con el deseo. Hasta el momento, quizás no hay otros sistema, pero nos está dando trabajo. Antonio pensaba que “el psicoanálisis debía apostar por un orden que se balancee con libertades. No tenemos la receta de las proporciones, En cada lugar hay que hacer propuestas”. Y para mí, y supongo para Antonio, cada conversación, cada clase, cada reunión es un lugar donde puede acontecer la democracia y, por lo tanto, siempre hay que decir cosas de verdad. Si yo hubiese podido levantarme – no siempre tengo la fuerza, porque soy de esa gente que necesita tiempo para decir – le hubiese agradecido por enseñarme a pensar, a escuchar bien, a decir bien – lo que tampoco siempre logro hacer, porque incomodar me cuesta- y ante esas situaciones, tantas, en la que siento que no estamos hablando de verdad, que no estoy hablando de verdad, me sigo y me seguiré preguntando ¿Qué hubiese dicho Antonio?.

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