En marzo las universidades dieron un giro brusco forzadas por la pandemia, no todas estuvieron preparadas para mutar de una organización y de un modo ortodoxo de funcionar presencialmente, al modo no presencial con uso de tecnologías; ahora tratan de adaptarse para continuar, pero no todas lo lograrán; ejemplo, en Eurasia del siglo XIV, tras la peste negra cerca de 20% de universidades cerraron.
Lo financiero es preocupante. Por la grave crisis económica la universidad pública sufre una caída notoria de matrícula y alta deserción estudiantil, empero, debe destinar ingentes recursos para implementar condiciones tecnológicas idóneas. Hablo de la universidad verdadera que investiga, publica y cumple con la sociedad gracias a una comunidad comprometida en formar ciudadanos críticos, integrales y humanistas, no me refiero a organizaciones que lucran con la educación virtual.
En lo presencial, un solo profesor prepara el curso, los materiales y dicta clase; en lo virtual en cambio, se requiere al profesor autor para diseñar el curso y preparar el material, al profesor tutor quien se encarga de las clases, a un equipo especializado para la digitalización -diseño instruccional y de contenidos-, y el acompañamiento con tecnologías; lo que hacía una persona, ahora requiere un equipo académico, técnico y hasta administrativo ad-hoc. Rubro esencial es la capacitación para usar plataformas y herramientas tecnológicas y, sobre todo, para aprehender criterios pedagógicos nuevos, cuyo centro sea el estudiante antes que el docente magistral. Se agregan los problemas de equipamiento y conectividad.
Para superar esta dura realidad se requiere fuerte apoyo económico estatal, pues la educación virtual no es más barata que la presencial, pero es un recurso temporal válido, previo a volver al campus cuando las condiciones lo permitan; así la universidad habrá podido cumplir su función y estará más fortalecida para contribuir al país. (O)
Texto original publicado en El Telégrafo