La pandemia que marcará el siglo XXI ha potenciado y expandido lo que se ha venido cultivando en la sociedad contemporánea en las últimas décadas. Tanto las tendencias conservadoras como las que buscan una transformación de la sociedad, han visto en esta crisis civilizatoria, una oportunidad histórica para actualizarse o quedar superadas definitivamente.
La vida digital y los modos de comunicarnos en red, por ejemplo, se han intensificado a tal punto, que muchas personas reacias a ellas, han sido forzadas a aprender y adquirir las habilidades básicas para seguir en contacto con los suyos o con el trabajo. Pero como los seres humanos somos seres paradójicos, al mismo tiempo que dependeremos más de los sistemas digitales de socialización, se activará la añoranza por la presencia física de los cuerpos, por las sensaciones entre las pieles, por el intercambio de las vibraciones y las resonancias de la voz, en definitiva, por el contacto físico entre humanos y con la naturaleza. Se van a reactivar esos sentimientos que revalorarán, no sin cierta nostalgia, un pasado que amenaza en quedarse en el baúl de los recuerdos. Sin embargo, la llamada “nueva normalidad” no dejará al sujeto, -aparentemente-, tan “liberado” y a sus anchas, como lo estuvo antes de la pandemia. Por supuesto, esto dependerá del tipo de sociedad donde viva, del tipo de gobierno que tenga y el grado de “autonomía” que posea ese sujeto para adaptarse o rebelarse ante el nuevo psicopoder que se está configurando a nivel mundial.
Otro aspecto que va a cambiar, a pesar del alto grado de incertidumbres que invade cualquier proyección sociológica o antropológica sobre esa “sociedad post-pandémica”, son las políticas públicas que se diseñarán en torno a la salubridad, la educación y el trabajo, por nombrar las áreas de más relevancia. El alcance y profundidad de esos cambios va a depender de si la sociedad civil organizada y la opinión pública deliberante los exija, ya sea por medio de las nuevas elecciones o por las presiones que ejercen diariamente las redes sociales. Los gobiernos que vendrán, sean de derechas o de izquierdas, neoliberales o populistas, ya no podrán hacerse tan fácilmente de la vista gorda a la hora de financiar y administrar racionalmente y con honestidad los sistemas públicos de salud y educación, sectores que juntos a los de la producción se han revelado en esta crisis como sistemas cuya precariedad e inconsistencia lacerantes, sobre todo, en nuestra región han sido evidentes.
El capitalismo global post-pandémico hará surgir nuevas condiciones materiales para la producción, la circulación y el consumo de bienes y servicios, lo que redundará en nuevas formas de antagonismos y negociaciones entre trabajadores y empresarios. Se podría hablar que se avecinan formas de trabajos híbridos que combinarán lo virtual con la presencia física, los espacios laborales con los tiempos domésticos, las “máquinas inteligentes” con los cuerpos agobiados y fatigados.
El teletrabajo será una opción que se presenta mucho más clara que antes, sobre todo para el tipo de servicios que antes demandaba presencia aglomerada de personas, como en ciertos servicios burocráticos, y en aulas de escuelas, colegios y universidades. De ser una utopía o una cuestión que se dejaba para un futuro mediato, el teletrabajo ha pasado a ser una realidad actuante y presente con todas las consecuencias que esto ya está acarreando para la salud económica, psíquica y biológica de las instituciones, las personas y las familias. La “tele-realidad” social, educativa y laboral, que es producida diariamente por los trabajadores informatizados y por los ecosistemas comunicativos digitales, no deja, sin embargo, de conllevar riesgos y problemas de gran calado. Las brechas digitales siguen estando presentes en América Latina y en especial, en Ecuador. No existe todavía una infraestructura de conectividad suficientemente amplia y potente.
Por otro lado, hay resistencias subjetivas que tienen buenas razones para no dejarse incluir del todo en estas nuevas lógicas de la producción virtual, ya sea por el derecho que asiste a los cuerpos de moverse en el espacio público o por que intuyen que se está gestando nuevas formas de explotación laboral auto infringidas. A este marco futurista hay que añadir la cruda realidad de que somos una sociedad cuyo 60% de la población sobrevive de la informalidad económica y se mantiene (o la mantienen) históricamente en una “informalidad educativa y ciudadana”; realidades que explican, en alguna medida, las denuncias mediáticas de un comportamiento “indisciplinado” de la población frente a los mandatos gubernamentales y de la ciencia médica.
Desde una perspectiva planetaria y geopolítica la post-pandemia nos interrogará sobre el destino de los carburantes como fuente hegemónica para la generación de energía, y de paso, sobre el consumo de sus derivados, una vez que hemos experimentado que el medio ambiente efectivamente se “purifica” con la desaceleración industrial. Habrá poderes que desearán un retorno agresivo a la producción y el consumo para recuperar el tiempo y las ganancias perdidas; se urgirá a que regresemos a una producción de escalamiento progresivo pero constante, hasta llegar a regresar a los niveles de consumo como los que teníamos antes de que se presente la emergencia sanitaria.
Si esta tendencia, que está grabada en el ADN de la modernidad, es sostenida por gobiernos y corporaciones vinculadas a las viejas tecnologías de producción, volveremos al uso agresivo de los combustibles nuevamente, lo cual podría reanimar más o menos las anémicas economías de los países que como Ecuador siguen siendo exportadores de esta materia prima, por unos años más, pero al costo, como ya sabemos, del regreso de la polución y la contaminación ambiental.
Paralelamente, la tendencia renovadora se potenciará también al profundizar la revisión de los modelos productivos clásicos -como lo está haciendo Alemania-, invirtiendo en investigaciones e innovaciones tecnológicas que usarán energías alternativas y renovables, como la matriz productiva en general. Ese destino, sin embargo, no se vislumbra aún para América Latina debido a la dependencia estructural de sus economías de la venta de estas “fuentes de energías sucias”, sumada a la poca capacidad investigativa de la región. Sin embargo, quien mediará entre una y otra tendencia será el consumidor a partir de su (posible) renovada conciencia ciudadana. Por lo tanto, la pregunta abierta es la siguiente: ¿saldrá de esta pandemia un consumidor/ ciudadano con un poder político más consciente?
A un nivel más (inter) subjetivo, -y por lo que he conversado, visto y leído-, se observa que algunas personas, particularmente de la clase media educada, y en los sectores populares donde aún persiste una cultura comunitaria, se ha empezado a re-valorar las cosas simples y buenas de la vida, aunque sea en el contexto de una acuciante pobreza económica. Por ejemplo, nos hemos concientizado que alimentarse de un modo sano sólo es posible gracias al trabajo de los agricultores y en la disponibilidad de los alimentos en los mercados. Regresamos a las fuentes de la producción social de alimentos. Hemos revalorizado lo que es comer bien y con conciencia, no sólo para mantener un sistema inmunológico sano, sino para fortalecer el vínculo con uno mismo y con los seres queridos.
Si algo positivo hemos de extraer de esta emergencia es que viéndonos obligados a estar en aislamiento, nos hemos reencontrado de varias maneras con nosotros mismos, pues vivíamos a toda marcha, distraídos y fragmentados entre mil tareas, sin tener el tiempo ni el espacio de asimilar nuestra existencia y su sentido. Nos hemos dado cuenta de lo dependiente que somos unos de otros como sociedad y comunidad, pues normalmente en la vida ultrajada que llevábamos siempre estábamos al paso de un ritmo frenético de competición, de ganar y gastar dinero o de escalar posiciones, incluso, al precio del atropello.
Con esta pandemia, ese pasado reciente ha quedado develado en su justa perspectiva, y nos dimos cuenta que somos una red imbricada de lazos sociales y culturales donde dependemos unos de otros, donde sí no actuamos articulados, no saldremos de la crisis como barrio, ciudad, nación o mundo. Por supuesto, también se han reforzado los egoísmos, los individualismos agresivos y las rivalidades atávicas; los racismos, los clasismos y los regionalismos de toda índole. No hay luz que no proyecte una sombra. En el ser humano habitan tanto el amor como el odio, es un ser tensionado por lo mismo que lo constituye, el otro. Del otro extraemos tanto amor como rechazo, el amor-odio es humano, demasiado humano.
Si algo positivo hemos de extraer de esta emergencia es que viéndonos obligados a estar en aislamiento, nos hemos reencontrado de varias maneras con nosotros mismos, pues vivíamos a toda marcha, distraídos y fragmentados entre mil tareas, sin tener el tiempo ni el espacio de asimilar nuestra existencia y su sentido
Lo que pienso y esto es más una esperanza que un pronóstico, es que como ciudadanos debemos ser mucho más vigilantes de la elección política que apoyemos en el futuro. Hemos visto, a nivel mundial y local, gobiernos responsables que supieron sobre llevar la crisis, auto críticos y aceptando sus fallos. ¿Quien podría haber estado preparado al nivel que exigieron las circunstancias? Pero también reconocimos gobiernos erráticos, negligentes e incompetentes en sus prepotencias. Ojalá se haya agudizado de alguna manera el olfato crítico de los ciudadanos para elegir a sus futuros líderes y se haya inmunizado también contra el “canto de sirenas” que entonan aquellos políticos cuyas retóricas mesiánicas son tan elevadas como los intereses que ocultan.
La pandemia ha suspendido nuestro estilo de vida habitual. Muchas cosas negativas como el consumismo desbocado, la contaminación aberrante, el estrés de la vida productivista han quedado en un limbo histórico por un tiempo. Las nuevas condiciones existenciales, sociales y políticas que hizo emerger la crisis sanitaria global han permitido que revisemos la forma de vida que llevábamos como autómatas. También nos sensibilizó sobre quiénes son las personas que cuentan, las que apoyan, ayudan, se sacrifican, colaboran. Nos hizo ver lo que realmente vale la pena discernir, lo fundamental de lo accesorio. Vimos amanecer un cielo limpio, probamos la sencillez y la humildad que surge de la precariedad y el sentimiento de soledad.
La ausencia nos hizo valorar las presencias de unos cuerpos y unos vínculos solidarios, amistosos y fraternos. Redescubrimos que comer y beber son actos existenciales interdependientes con toda una cultura y un sistema social de producción. Empezamos a notar que cuidar de nuestra salud espiritual y mental no es sólo un asunto de gente rara o religiosa sino de todo ser humano verdadero. Esta cuarentena nos ha ayudado a reciclar y redimensionar las cosas que ya tenemos, en vez de aspirar a tener y acumular cosas mecánicamente. Aprendimos a valorar esa pequeña taza de café que nos hicimos, acompañados en la intimidad de esa especie de temporalidad ubicua que nos lleva, una y otra vez, de la angustia a la serenidad.