El escenario económico para el Ecuador, post COVID-19, es apocalíptico: una caída estrepitosa en el PIB, probablemente peor a la que se vivió tras la crisis financiera de los años 1999 y 2000; medidas económicas tomadas por el Gobierno para generar liquidez que producirán un endeudamiento agresivo; y, cesación generalizada de pagos, producto de la recesión económica mundial, etc.
Ante las dificultades económicas, cada vez más apremiantes e inciertas, los propietarios de establecimientos de comercio se preguntan qué medidas deben tomar para hacer subsistir su empresa y mantener la nómina, cuando no hay liquidez en el sistema.
Esa preocupación ha sido motivo para que profesionales de todas las áreas aporten sus reflexiones: los especialistas en emprendimiento sugieren la migración de varias unidades del negocio de la empresa hacia plataformas digitales; los economistas evalúan cuáles son las medidas macroeconómicas más adecuadas para superar sin daños colaterales muy graves la recesión; y, los abogados identificamos las herramientas legales y trazamos la ruta que deberán transitar los operadores del comercio para que la empresa pueda continuar su operación, sin que por ello se afecte considerablemente los derechos e intereses de la administración, trabajadores, propietarios, proveedores, acreedores, clientes, etc. Más que ciencia, es un arte lograr un justo equilibrio entre los intereses, muchas veces contrapuestos, de todos los involucrados en el radio de influencia de la empresa.
Un tema que ha concitado poderosamente la atención del foro de abogados en estos días, ha sido la aplicación del caso fortuito o fuerza mayor y la excesiva onerosidad sobreviniente, como causales para terminar los contratos y eximentes de responsabilidad del deudor. Y ¡cómo no! En momentos como el que atravesamos, son pocos los dichosos que pueden cumplir a cabalidad con sus obligaciones. La gran mayoría o bien no pueden hacerlo por algún impedimento jurídico (e.g. las medidas dispuestas por el Gobierno de estado de excepción y cuarentena) o por un impedimento económico, como la susodicha falta de liquidez.
En este artículo presento algunas reflexiones sobre la inadecuación de nuestro sistema legal para resolver el problema del incumplimiento de los contratos en los que la prestación debida consiste en el pago de dinero (e.g. pago de honorarios a los profesionales, o la remuneración al trabajador), a través de la fuerza mayor o caso fortuito, o de la excesiva onerosidad sobreviniente.
La fuerza mayor o caso fortuito
Fuerza mayor o caso fortuito, son expresiones sinónimas que se refieren a un hecho “imprevisto que es imposible de resistir”, y que provoca la extinción de la obligación por la imposibilidad del cumplimiento. Esta definición, aunque tomada del Código Civil, es aplicable con sus propios matices a todo tipo de obligaciones (i.e. mercantiles, laborales, tributarias, aduaneras, etc.), por cuanto se trata de un concepto transversal en el derecho.
En relación con la materia laboral, por ejemplo, el Código de Trabajo reconoce a la fuerza mayor como causal de terminación del contrato individual de trabajo; no obstante, el referido cuerpo legal nada dice sobre cómo y cuándo debe ser aplicada la causal, y ahí estriba la problemática del uso indiscriminado de esta figura por empleadores apremiados por la falta de liquidez de sus empresas, fruto de la profunda recesión económica producida por el COVID-19.
Para contestar estas preguntas debemos volver a la definición de la fuerza mayor que, como vimos, requiere que el hecho extraño a la voluntad de las partes que provoca el incumplimiento, presente dos condiciones copulativas: que sea irresistible e imprevisible. El contrato, por lo tanto, debe ser de imposible cumplimiento, aun cuando el empleador haya tomado todas las previsiones y recaudos para hacer viable la continuidad del vínculo jurídico.
Ahora bien, la correcta aplicación de la figura bajo análisis, exige que estas condiciones deban ser evaluadas caso a caso, y sin formular recetas generalizadas que no se correspondan con la realidad, pues así como hay negocios e industrias que están al borde de la insolvencia (e.g. restaurantes, salones de belleza, bares, discotecas, etc.), hay otros que han sido notablemente favorecidos por las adversas circunstancias (e.g. supermercados, farmacias, empresas y aplicaciones de encomiendas como Rappi, Picker, etc.).
Se dice que un hecho es imprevisible cuando las partes, de manera razonable, no pudieron anticiparlo al momento de contratar. Debe precisarse, sin embargo, que lo que es imprevisible para algunos, probablemente no lo es para otros, quienes por su profesión o arte pueden tomar decisiones informadas para evitar daños y cumplir a cabalidad con sus obligaciones. Este ha sido el razonamiento esgrimido por la Primera Sala de lo Civil y Mercantil de la antigua Corte Suprema de Justicia, en fallo dictado el 13 de diciembre del 2001. [1]
Pensemos en este ejemplo para ilustrar la posición jurisprudencial: ¿podría una gran aerolínea como American Airlines, alegar fuerza mayor como eximente de responsabilidad para reembolsar los valores pagados por clientes que compraron en febrero del 2020 vuelos que partirían los primeros días de marzo del mismo año, con destino a la ciudad china de Wuhan? La lógica nos invita a pensar que las aerolíneas que mantienen rutas con países asiáticos, debieron haber tenido conocimiento del brote del coronavirus en China, desde noviembre del año pasado y, consecuentemente, haber tomado las precauciones necesarias para evitar incumplimientos contractuales, de manera independiente de las decisiones acertadas o equivocadas, puntuales o tardías, que las autoridades gubernamentales de los países involucrados en el enlace aéreo hayan ordenado (e.g. disposición de cierre de las fronteras y cancelación de rutas aéreas).
Por otro lado, se entiende que un hecho es irresistible cuando nadie, ni las partes, ni ningún otra persona colocada en sus circunstancias, ha podido evitar sus consecuencias. La Primera Sala de lo Civil y Mercantil de la extinta Corte Suprema de Justicia, en fallo del 12 de noviembre del 2002[2], sostuvo que “se trata de un hecho inevitable o sea la insuficiencia material del individuo para obstaculizar o impedir la producción del acontecimiento dañoso. En este elemento juega también un sentido preponderante las condiciones de idoneidad del deudor, para juzgar sus cualidades y posibilidades reales de impedir los hechos lesivos.”
El hecho dañoso debe poner al deudor en imposibilidad de cumplir con sus obligaciones. ¿Qué implica esta imposibilidad? La citada magistratura dio luces sobre el tema al señalar que “el caso fortuito significa la imposibilidad jurídica (v.gr., se prohíbe realizar la ejecución de la proyectada obra por sobrevenir una expropiación parcial o total del fundo respectivo) o física (v.gr. una inundación imprevisible y extraordinaria impidió cumplir con la venta de la cosecha enajenada sin importar un contrato aleatorio) de ejecutar la prestación debida.”[3]
Hecha esta importante precisión respecto a lo que implica la imposibilidad de cumplimiento, es necesario formular algunas aclaraciones.
Como se dijo atrás, la tarea del juez no consiste en evaluar genéricamente los impactos del COVID-19 en la balanza de pagos, sino determinar causalmente, y para cada caso puesto a su conocimiento, cómo y en qué medida la pandemia ha hecho imposible la ejecución del contrato. Este, precisamente, es el punto neurálgico en el análisis judicial, y para entenderlo mejor, propongo comparar un caso de sencilla resolución, con el que nos atañe.
Un ejemplo de fuerza mayor que no suscita mayor controversia, es la destrucción del lugar del trabajo o de las herramientas para realizarlo, cuando estos son necesarios para el desarrollo de la actividad; en tal sentido, ¿qué imprenta podría continuar con su giro ordinario si como producto de un motín, los rebeldes que participaron en él, quemaron el establecimiento, destruyeron las prensas y demás equipos de impresión?
La imposibilidad ocasionada por el motín es del tipo físico, ya que materialmente es imposible que los dueños de la imprenta puedan desarrollar su negocio, de modo absoluto, sin la prensa, la tinta y el papel, que fueron destruidos. En cambio, la imposibilidad en la ejecución de los contratos causada por el COVID-19, presenta otras particularidades: las partículas virales que se expulsan al toser y estornudar no inciden sobre la infraestructura o los medios de producción de las empresas, sino sobre la salud de la Humanidad.
En cuanto a la imposibilidad jurídica, solo podrían invocarla aquellas empresas que, por consecuencia directa de la orden de cuarentena dispuesta por el Gobierno, no han podido cumplir de manera absoluta con sus obligaciones. Ciertamente, no estarían amparadas bajo esta situación, quienes puedan desarrollar, aunque sea parcialmente, el giro de su negocio por otros medios o alternativas telemáticas, como el teletrabajo.
Entonces, si la imposibilidad indudablemente no es física ni, en la mayoría de los casos, tampoco lo es jurídica, ¿podríamos aplicar la fuerza mayor como causal de terminación de los contratos y como eximente de responsabilidad de los deudores?
La institución de la fuerza mayor fue construida en la Antigua Roma. Esta figura ha pasado desde tan remotas épocas hasta la actualidad sin mayores variaciones, razón por la que la jurisprudencia sigue utilizando los manidos ejemplos propuestos por Ulpiano y compañía, para describir los casos que constituyen eximentes de responsabilidad para el deudor, tales como: “un naufragio, un terremoto, el apresamiento de enemigos, los actos de autoridad ejercidos por un funcionario público, etc.”.
Situaciones como las descritas en los ejemplos citados, producen una imposibilidad física (e.g. terremoto) o jurídica (e.g. actos de autoridad) para el cumplimiento de las obligaciones. Pero, ¿dónde quedan los casos de imposibilidad económica, como el ocasionado por una pandemia que afecta al mundo entero?, ¿podrían los jueces dar una “vuelta de tuerca” y alejarse de la tradición jurisprudencial para enfrentar los nuevos y apremiantes escenarios, al reconocer a la “imposibilidad económica generalizada” como fundamento del hecho irresistible? y, si hacerlo no es posible, ¿qué otras soluciones ofrece el derecho para tratar casos inéditos como este?
La imposibilidad económica, como consecuencia de una cesación de pagos generalizada, que no ha sido causada por negligencia de las partes, es una realidad. Ni el hombre más precavido y puntilloso en cada aspecto de su negocio, podría salir indemne en sus finanzas, cuando su empresa es apenas una pequeña parte dentro de una red económica interdependiente. Si una pieza del engranaje se avería, el mecanismo deja de funcionar correctamente. Así pues, será poco probable que el empresario cuente con flujo para pagar a trabajadores y proveedores, si sus clientes, a su vez, no le pagan su retribución.
Respecto a la segunda pregunta, reconozco que existe una razón jurídica preponderante para no admitir a la pandemia como un evento de fuerza mayor que induzca la terminación del contrato de trabajo por imposibilidad de pago de deudas de dinero -como los honorarios de un profesional o la remuneración de los empleados- que paso a evidenciar enseguida.
Según el Art. 1526 del Código Civil, las obligaciones de dar una cosa genérica, como el dinero, nunca se extinguen por pérdida o destrucción, en tanto que cualquier suma de dinero, podría ser fácilmente reemplazable por otra cantidad de unidades monetarias del mismo valor. A lo mucho se admiten dos posibilidades para mitigar el incumplimiento del pago de dinero: que la parte afectada acepte el incumplimiento temporal o retraso del pago; o, que no lo acepte y solicite la restitución de la misma cantidad y clase.
Al respecto, el Tribunal Supremo de España, cuyo sistema de Derecho Civil tributa de las mismas fuentes históricas que el nuestro, ha dicho con propiedad que “el deudor pecuniario viene obligado a cumplir la prestación principal, sin que sus sobrevenidas adversidades económicas le liberen de ello, pues lo adeudado no es algo individualizado que ha perecido, sino algo genérico como es el dinero.” [4]. La conclusión a la que arriba el Alto Tribunal, deriva de la rigurosa aplicación del brocardo latino “genus nunquat perit”[5], infranqueable por definición, y representa, un importante obstáculo para lograr la anhelada “vuelta de tuerca” jurisprudencial.
Finalmente, ante la aparente inutilidad aplicativa de la fuerza mayor como causal de terminación de los contratos en los que la prestación consiste en el pago de una suma de dinero, resta por analizar si existen otras herramientas legales en nuestro ordenamiento, que permitan mitigar y alivianar la desoladora situación de iliquidez de las empresas en el Ecuador.
La teoría de la imprevisión o excesiva onerosidad sobreviniente
Otra institución del derecho civil que se ha puesto sobre la palestra del debate jurídico, es la teoría de la imprevisión o excesiva onerosidad sobreviniente. Veamos, brevemente, si esta figura encuentra en nuestra legislación un campo fecundo para su uso, y de ser así, si cumple con el propósito de terminar el contrato y exonerar al deudor del pago de indemnizaciones por daños y perjuicios.
Según los autores que defienden su aplicación, el deudor que alega la excesiva onerosidad sobreviniente, debe acreditar los siguientes requisitos para su existencia:
1) Que el contrato sea de tracto sucesivo -como el arrendamiento o el contrato de trabajo- o de ejecución postergada -como la venta a plazo-;
2) Que la causa sobreviniente ocurra durante la ejecución del contrato y que no haya sido provocada por su culpa;
3) Que el cumplimiento de la obligación conlleve para él un gasto insospechadamente elevado.
Como no es una institución plenamente desarrollada en nuestra legislación, debemos remitirnos a la doctrina para entender los efectos jurídicos de esta figura. Los partidarios de su aplicación sostienen que en todo contrato en el que las obligaciones y las cargas son económicamente equivalentes y recíprocas entre las partes (e.g. la compraventa, el arrendamiento, el contrato de construcción de edificaciones, el contrato de trabajo, entre otros), el deudor goza de un derecho implícito -pues no hace falta estipularlo- para solicitar a su acreedor la revisión de las condiciones originalmente pactadas, o la resolución del contrato, si por efecto de un hecho imprevisto, no imputable a su negligencia, cumplir con las prestaciones acordadas implicaría un sacrificio económico insospechado y exorbitante.
Ahora bien, este planteamiento de considerar sobreentendidas las cláusulas de ajuste en cualquier contrato conmutativo, riñe con una interpretación armónica del derecho positivo ecuatoriano, en tanto que nuestro legislador ha reconocido la imprevisión, expresa y excepcionalmente, para determinadas situaciones, tales como:
1) En la contratación pública: el sistema de reajuste de precios -Art. 82 de la Ley del Sistema Nacional de Contratación Pública-;
2) La caducidad del plazo, por razón de quiebra del deudor o por deterioro de las cauciones -Art. 1512 del Código Civil-;
3) En el contrato de obra o empresa: el caso de los costos imprevistos por vicios ocultos del suelo, en la construcción de un edificio -Art. 1937 No. 2 del Código Civil-;
4) En el contrato de comodato: el caso de la restitución de la cosa por necesidad imprevista y urgente -Art. 2083 No. 2 del Código Civil-;
5) En el contrato de depósito: el caso de la entrega anticipada de la cosa dada en depósito, por causa de eminente peligro o menoscabo -Art. 2132 del Código Civil-
6) En el contrato de trabajo: el incremento del Salario Básico Unificado por sectores.
Ante esta palpable realidad, Abeliuk se pregunta “¿qué ocurre en los casos no previstos?; ¿está facultado el juez para modificar el contrato cuando se ha hecho excesivamente onerosa la prestación de una de las partes?”[6]
Su respuesta a los cuestionamientos, que hago propia por el implacable rigor de su raciocinio, es que no es posible considerar sobreentendida a esta figura para todos los contratos conmutativos, pues de acuerdo a la ley, las únicas causales para dejar sin efecto un contrato, o bien, modificarlo, son: por el acuerdo de voluntades de sus intervinientes; o, por las causas legales. Nada más.
Habrán quienes discrepen con este argumento al decir que se opone a los principios de buena fe y equilibrio contractual, posición que, por cierto, la encuentro válida, además de caritativa y loable. El problema de fondo es que nuestro sistema jurídico –civil law– ha sido construido para preferir interpretaciones positivistas de las normas, que brindan mayor seguridad en situaciones conocidas, pero resultan estériles, en buena medida, para responder ante sucesos inéditos, que exponen vacíos legales insondables, como el que nos ha afectado. En el sistema jurídico anglosajón –common law-, en cambio, la creación del derecho es mucho más dinámica, pues son los jueces y tribunales quienes al impartir justicia lo crean para los casos concretos, a menudo fundamentando sus decisiones en argumentos de equidad.
Tal vez sea eso lo que se espera de nuestros jueces en estos momentos aciagos: favorecer la equidad sobre el derecho, para realzar la Justicia. Y, ¿de las partes contractuales? sensibilidad y solidaridad ante la crisis socio económica que afecta al mundo entero, y sentido de cooperación, para trascender la anticuada noción del contrato como un conflicto o choque de voluntades.
[1] Gaceta Judicial. Año CIII. Serie XVII. No 8. Página 2273
[2] Gaceta Judicial. Año CIV. Serie XVII. No. 11. Página 3395
[3] Ibídem
[4] Sentencia del Tribunal Supremo de España, Sala 1ª, de 19 de mayo de 2015.
[5] Traducido al español, como: “el género nunca perece”.
[6] Abeliuk Manasevich, René. Las Obligaciones, Tomo I y II, pág. 540