El goce de la barbarie
¿Habría una iteración en acto a partir de las consecuencias no subjetivadas de la contingencia del encuentro-desencuentro de la civilización europea con las civilizaciones americanas hace más de 500 años? ¿Este impacto se constituyó en un evento traumático cuyas consecuencias se intenta olvidar?
La civilización andino-costeña-oriental se organizó en base a mitos y rituales ligados a un sistema de reciprocidad, complementariedad-suplementaridad, y redistribución-codistribución, para un control vertical-horizontal de pisos ecológicos, sin propiedad territorial de ningún tipo. El principal vínculo social eran las alianzas interétnicas de parentesco con efectos en todos los campos de la vida social. La estructura familiar era patrilineal y matrilineal, en paralelo. Practicaban una lógica dual, incluyendo a las autoridades étnicas, que siempre eran dos a la vez, por lo menos, y elegidas mediante un régimen de democracia étnica ritual, que incluía guerras rituales controladas.
Por el lado europeo, se consigna una religión monoteísta, un sistema feudal de propiedad de la tierra, siendo el principal vínculo social la explotación del siervo de la gleba por el señor feudal. El comercio y la monetización eran actividades secundarias. El parentesco se constituía en base a la familia patrilineal, con un régimen de monarquía absoluta de un único rey y una cultura militar de conquista de territorios y del botín. De esta manera, chocaron dos culturas o modos de vida y goce bien diferentes, que nunca habían tenido un contacto previo, a diferencia de Europa con África, Medio Oriente y Asia (desde hace más de 3,000 años).
A modo de ilustración paradigmática, mientras Atahualpa buscó en Cajamarca una alianza interétnica con la hueste de Pizarro, este lo emboscó militarmente, lo aprisionó, demandó rescate en oro y plata, y luego lo ejecutó.
Es sabido que, con la conquista y la colonia, con su nuevo orden monárquico impuesto sobre el viejo orden étnico americano, se volvió muy complicado introducir la nueva cultura y sus incipientes leyes. Al poco tiempo de haber sido expulsados los moros de la Península Ibérica, los hispanos iniciaron la ocupación de América, produciéndose una expansión vertiginosa que cogió sin preparación a la corona, instaurándose el nuevo orden con un sello de debilidad constituyente. Esto derivó en que los europeos cumplían a medias tintas sus propias leyes. Sin embargo, del lado étnico, sus reglas establecidas durante algunos milenios, las cumplían severamente. Por eso, no es de extrañar la aparición de la famosa frase que se acuñó en la colonia: “la ley se acata, pero no se cumple”, que tuvo como efecto en el tiempo la llamada “viveza criolla” y la impunidad generalizada.
Estos prolegómenos condicionaron los acontecimientos de la independencia iberoamericana al introducir, muy relativamente, los principios de la revolución francesa y la democracia norteamericana. De hecho, Bolívar propuso el presidencialismo y el congreso vitalicios, añorando el orden estable de la monarquía virreinal, mientras San Martín postuló que para el Perú era necesario un príncipe europeo para una monarquía constitucional. ¿No eran respuestas políticas ante la fuerte sensación de ingobernabilidad con el nuevo sistema democrático-republicano? La inestabilidad política y legal, el péndulo entre el militarismo y la democracia republicana, al estilo “criollo”, se constituyó en la regla general durante el siglo XIX y XX.
En la misma lógica, en el siglo XXI surgen algunos gobiernos, con diferentes ideologías, que responden de la peor forma ante estas marcas de la historia, que de entrada asumen la posición del canalla, al colocarse como el gran Otro absoluto del cuerpo social, es decir, los únicos, mesías y salvadores. Por lo menos, el neoliberal es más confeso en su canallada. El canalla izquierdista, por la vereda del frente, se disfraza con la ideología y no admite su perversión. En ambos casos, la retórica de los lugares comunes donde se habla mucho sin decir nada, descalifican el buen uso de los semblantes políticos, dejando a la población en el desasosiego, el escepticismo y la apatía… hasta que nuevas explosiones sociales inevitables sorprenden a las élites económicas y políticas.
¿Estas marcas que las contingencias de la historia dejaron, conviene que sean olvidadas, escondiendo la basura debajo de la alfombra? ¿O se trata de abrir las puertas a la invención a partir de estos restos molestosos? Porque por la vía de no querer saber nada de los traumas de la historia, solo se repite la tragedia y no se puede construir nada. Hoy, la época en que predomina el Uno de la satisfacción excesiva de cada uno, estas antiguas grietas culturales abren los abismos y los puentes tiemblan.
Las letosas
El “todo vale” se extiende por casi todas las tiendas partidistas, para regodearse del imperio del brillo de los objetos de consumo. Se expande un “no quiero saber” de las grietas culturales, sociales e individuales que la historia dejó a su paso, y se las recubre con aquellos artilugios que Jacques Lacan los denominó de varias maneras: gadgets, lathouses (neologismo compuesto del griego aletheia, verdad aristotélica como “desocultamiento del ser” y de ouses/ousia, referida a la sustancia propia del sujeto y de lo que existe en el mundo). Heidegger retoma estos conceptos indicando que hace alusión a algo oculto que aparece como verdad develada. Sin embargo, Lacan le da una vuelta al término, sosteniendo que, más bien, se refiere a lo que se oculta, se vela, y que concluye nombrándolo con el algoritmo del “objeto a”, como una “plusvalía” de goce, de satisfacción, se puede decir. Este es el objeto perdido por el impacto del lenguaje en el ser hablante, que deja un agujero, el cual se intenta velar mediante todo tipo de objetos, en este caso del mercado.
Hoy en día estos objetos a son gobernados por la ciencia en alianza con el discurso capitalista. Tan es así, que también las letosas aluden a su polución en la aletósfera (Lacan), mediante infinitas ondas electro-enigmáticas emitidas al espacio sideral que permiten habitar la voz humana y la imagen del cuerpo (basta con usar el Smartphone para darse cuenta), sin lo real del cuerpo. Operadas mediante dispositivos electrónicos sofisticados, que constituyen la pareja fiel del sujeto hipermoderno, casi pegados al cuerpo 24/7, y que por tanto podría pensarse que se hace el amor con ellos todo el tiempo. Se pasa así, del objeto de la persona amada al objeto amado de la cosa.
Entonces, estas letosas son una lata, se ofrecen por todos lados, para donde usted dirija la mirada o escuche. Se sueña con poseerlas, y apenas las tienen, se escabullen. Eso no impide que sean divinas, porque se multiplican al infinito, marcando una presencia inefable, lo cual no deja de angustiar. No nos equivoquemos, las letosas nos tienen cogidos por el cuello. Cada uno las podrá usar como collar de preso, o como una joya que puede causar el deseo de decir un poema.
El político canalla
Los perversos multiformes están allí encadenados por todos sus orificios a la letosa reina, el dinero, ya que las otras están a su servicio. El valor de cambio ha desplazado al valor de uso, siendo este último, un saber hacer con algo, particularmente con el síntoma de cada uno. Pero la letosa es un objeto para gozar, sin cabeza, que estandariza al consumista solitario, silencioso, que se autoconsume, encarnando un antiguo mito: La serpiente que engulle su propia cola, el uroboros. Se obtendrá un significante amo de donde sea para asegurar el consumo y el saber queda relegado al relativismo sin brújula.
No puede haber indiferencia ni neutralidad ante el canalla que protagoniza un exceso de goce.
El juego del poder político actual es un campo donde la posición subjetiva de la perversión, bajo el término sociológico de corrupción, impone sus reglas. Son reglas lógicas que adolecen de un error fundamental: El corrupverso cree absolutamente que el Otro social es incompleto, e intenta hacer lo imposible por completarlo.
En su texto de los Escritos 2 – Kant con Sade, Lacan resume la posición del Marqués de Sade que esgrime como axioma o ley universal lo siguiente: “Tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme quienquiera, y ese derecho lo ejerceré sin que ningún límite me detenga el capricho de las exacciones que me venga en gana de saciarme en él”[1]. Este goce sadiano es imposible, porque su sola declaración ya es una ley limitante, añadido al hecho inevitable que solo se puede gozar de una parte del cuerpo del otro, sino los cuerpos se fusionarían, por así decirlo. Por eso, el perverso fracasa irremediablemente. El caudillista y populista que quiere gozar del cuerpo de todo el pueblo, lo intentará fallidamente mediante una dictadura cada vez más feroz. La división subjetiva del líder es evacuada al Otro del pueblo, el que tiene que dividirse, humillarse, pero, al final del camino, se enfrenta al imposible de no poder manipular el goce del cuerpo social, el cual no apunta a completarse con el líder, porque es inconsistente: no hay persistencia, solidez ni equilibrio, es vulnerable y plagado de paradojas.
Se puede afirmar que nadie se puede liberar del “objeto a”, no pudiéndose desprender de algún rasgo de perversión, pero la perversión como estructura subjetiva implica otra lógica, que es fantasmática. De hecho, aquí la perversión infantil no fue reprimida, ni sublimada, ni hace síntoma (no hay pregunta).
El populista perverso se considera llamado a ser el objeto de goce de los ciudadanos por excelencia, a la par que goza desde esa posición subjetiva. Los ciudadanos existen solo para ser los corderos a sacrificarse en el altar de un líder absoluto y sin pecado (falla), acompañado del exhibicionismo lacerante de lo que antes se llamaba el “culto a la personalidad”: El gran líder, timonel, presidente o lo que sea, quiere ser visto a toda costa por los ciudadanos, y él verse mirando por todos, llegando al colmo de presentarse como sufriente y sacrificado por “la patria” o la “revolución”. Toda la ciudadanía debe venerarlo y endiosarlo. El que se opone será tildado de enemigo acérrimo.
Para ese propósito busca seducir: realiza prácticas, montajes, teatralizaciones, rituales, palabrería discursiva, toda una parafernalia diversa, lo que algunos analistas han denominado “Estado de propaganda”. Esta máscara puede diluirse, pero lo que sí sabe es dar en el blanco, en golpear donde duele. Así, trata de garantizar la sumisión total del goce sufriente de cada gobernado, mediante todo tipo de controles estatales, judiciales, financieros, burocráticos y espionaje. No cabe en su mente considerar al ciudadano como sujeto deliberante, crítico, librepensador.
Tampoco se puede configurar esta “epidemia” de corrupción como un síntoma de algún tipo. El síntoma siempre implica alguna pregunta sobre el sufrimiento o malestar. Aquí hay solo respuesta sin interrogación. El sujeto corrupto desmiente siempre que pueda caer en el error y se coloca como el que posee la certeza de la verdad de su goce y el de los otros.
Más que la división social, lo que propugna el populismo perverso es humillar, victimizar, desorganizar subjetivamente al gobernado y sus competidores políticos. El sistema republicano de división de poderes y la democracia, que sirven para limitar el poder del Estado, son un obstáculo para ese fin. Todos los poderes del estado deben estar al servicio del gobernante canalla imponiendo el autoritarismo o el totalitarismo.
Pero el perverso no puede evitar su propia castración, su falta, su agujero, y se bambolea entre dos direcciones: su aceptación o rechazo. El hecho de colocar un objeto fetiche que cubra la castración o colocándose él como objeto fetiche del pueblo, es que hay un vacío detrás del telón. La fijación en una parte del cuerpo del otro, o sus sustitutos como el dinero, lo impulsa radicalmente a fragmentar y desorganizar la vida síquica de la víctima, sea un individuo, un conjunto social determinado, el Estado (desinstitucionalización) o la sociedad civil (represión), actuando con un sadismo cínico.
La escopofilia política
La irrefrenable propaganda política del personaje es autocontemplación ante el espejo del Otro social. Peca de ser el colmo del narcisismo especular, como tratando de capturar el goce de la mirada del pueblo. Pero ¡qué tragedia!, el objeto mirada se desplaza constantemente, es inasible, no basta una sola imagen, es una película infinita. En cierto sentido, uno es mirado desde todas partes, pero toma su distancia. La mirada, como objeto perdido, solo puede convertirse en causa de deseo con la introducción de lo simbólico y lo real del agujero, es decir, lo que no se ve, lo que está fuera del marco, lo que hace mancha en la mirada y que puede convertirse en objeto de deseo y amor. Pero, en realidad, el perverso lo que busca es ver lo imposible de ver y termina en la ceguera subjetiva. Por más cámaras escondidas que se coloquen, no puede verse todo, ni la singularidad de un ciudadano. Ante este fracaso, ¿Qué queda?: el velo de la adicción al objeto fetiche que el mercado provee, es decir, el algoritmo de una repetición que nunca termina de satisfacer: money, money, money.
En esta escopofilia política se muestra un dualismo especular, “Yo soy el pueblo, el pueblo soy yo”, que va más allá del “Estado soy yo” de Luis XIV. Es una relación imaginaria, donde lo simbólico queda devaluado y lo real velado. Detrás de la verborrea ilimitada, comanda el silencio. El perverso queda petrificado, rígido, congelado, eternizable, para que el pueblo se satisfaga viendo su imagen, convertida en estatua inmóvil, por todas partes… hasta que sea derrumbada por las masas o los votos.
Así, no hay dialéctica. El corpus social es como suyo, porque no logra abordar lo ajeno de su propio cuerpo político. Por eso no soporta a ese “pueblo” envilecido que sea inconsistente, interrogador, contestatario. Fracasa en “fundirse” con la población, y resulta en una pesadilla “para todos”. Tratará de protegerse en una comunidad de identificaciones perversas –jurídicamente, “crimen organizado”– que se construye tras bastidores, y lo que podría contenerlos, la ley, es modificada a conveniencia. Hay que decirlo, no todo es verdad o falsedad, no todo se puede decir ni resolver, por eso hay que dejar abierto el intercambio democrático y la libertad de expresión.
Si alguien intenta cortar este circuito pulsional, surge el sádico el cual ejerce el odio y la furia contra los cuestionadores, pasando al acto de la violencia verbal y física. Semejante respuesta no constituye la “madre de todas las batallas”, sino la “batalla por retornar a la madre”, el soberano bien prohibido, de la cual no puede aceptar que está castrada, que es no-toda. Ese camino está empedrado de trasgresiones a las prohibiciones, y en medio de la encrucijada, se escoge a Calígula como ideal, habitando el Domus Augustana del Palatino, poniendo a su propio imperio en la picota y entregándolo a la ley del bárbaro que dicta su última sentencia.
¿Qué se puede decir? No caigamos en el drama trágico, que tiene su momento. Retomemos a Lacan que señala que en el discurso de la época el sujeto del inconsciente queda rechazado, perpetuándose el goce de un objeto sin que haya barreras para su acceso. ¿Cómo introducir la falla de lo imposible para que el objeto se constituya en causa de deseo? Puede ser mediante el debate democrático, la circulación de decires, las consultas previas y la negociación responsable. Por la vía individual, el psicoanalista se oferta como un semblante de objeto santo, que propicia la causa de saber sobre el inconsciente, mediante la palabra libre. De esta manera: “Cuantos más santos seamos, más nos reiremos: es mi principio; es incluso la salida del discurso capitalista – lo cual, si solo es para algunos, no constituirá ningún progreso–”.[2]