Alrededor de un mes ha pasado desde que se iniciaron los miles de incendios que están arrasando diferentes puntos de la Amazonía, ocho días desde que en el mundo supimos la noticia. Las reacciones inundan las redes, aunque todos nos preguntamos si servirán para algo nuestros gritos, temiendo que ningún culpable vaya a pagar por este crimen.
Yo personalmente estoy viviendo esta catástrofe con consternación. Lo que ha ocurrido es terriblemente significativo. El daño ecológico es innegable, con consecuencias devastadoras para los animales, las poblaciones indígenas y para el conjunto de la humanidad. Pero es todo lo que hay alrededor del desastre lo que lo hace todavía más preocupante. ¿Cómo es posible que no haya habido una alerta en los medios desde el primer día? La ocultación de este hecho, y su infravaloración, es alarmante. Muestra una clara incomprensión de las dimensiones del ecocidio, la ceguera en la que todavía vivimos en la era de la información. Además, la interpretación de la noticia en el contexto occidental es totalmente insuficiente; el mundo capitalista urbano no entiende la gravedad de la desaparición del modo de vida de las poblaciones nativas amazónicas, ni le importan lo suficiente los animales que viven libres, fuera de sus redes de consumo. Y a aquellos que nos pueden explicar la tragedia en primera persona, o aportar soluciones, no se les escucha.
La humanidad en su conjunto está manifestando una terrible incapacidad para tomarse en serio lo verdaderamente importante, lo que nos está conduciendo a una carrera suicida. Somos incapaces de elegir buenos presidentes, de vivir en paz, de tolerar a las personas de diferentes grupos sociales, con diferentes modos de vivir, de reconocer a los animales. Todo está conectado. Cuando veo la selva amazónica ardiendo veo el resultado lógico de esa incapacidad.
En medio de una crisis ambiental y civilizatoria tan profunda como la que atravesamos como especie, este escenario nos llena de pesimismo a las personas que luchamos cada día por transformar nuestras sociedades a partir del diálogo cultural, escuchando muy especialmente a las culturas que cuidan el equilibrio con la naturaleza. Las culturas amazónicas son el paradigma de este equilibrio, por lo que la seria amenaza que están atravesando conlleva consecuencias en muchos niveles. Por un lado, la desaparición o apropiación de sus tierras les obliga en muchos casos a cambiar la riqueza natural por la pobreza urbana. La pobreza a la que me refiero no es solo material. En la ciudad no se convive con el resto de seres vivos en condiciones de igualdad, compartiendo la vulnerabilidad que nos conecta frente a una tormenta, o siendo beneficiario de la generosidad de una planta no domesticada. Esa conexión conlleva un tipo de espiritualidad no compatible con la búsqueda constante de estatus, dinero y bienes que acumular entre cuatro paredes. La pérdida es inmensa.
Por otro lado, a nivel global, estos pueblos simbolizan nuestra pertenencia a la naturaleza y la conciencia sobre el cuidado de la misma. Sin ellos estaremos un poco más alejados de la Tierra que nos dio origen y mucho más ciegos.
El dolor siempre deja lecciones y desde luego de esta tragedia se pueden aprender muchas, viendo incluso la crisis diplomática que se puede desencadenar entre un gobierno brasileño ávido de “crecimiento económico” y un “primer” mundo sin autoridad moral para exigir al resto acciones heroicas a favor de la naturaleza. Este hecho nos recuerda que los gobiernos de países en desarrollo no deben ser los únicos encargados de velar por la salud del planeta mientras el resto sigue beneficiándose de su explotación masiva. Podemos pensar que para salir de aquí será necesario un ejemplo más contundente del mundo “desarrollado”, así como un mayor liderazgo de los países latinoamericanos en la apuesta por las energías renovables, una práctica real del mismo Buen Vivir que proclaman muchos de sus programas políticos.
Otra lección que nos deja es el recordatorio de nuestra vulnerabilidad: el ser humano no tiene control sobre el equilibrio del planeta, siendo además su principal destructor. La salvación para nosotros ya sabemos que requiere de un cambio, pero ese cambio no se conseguirá nunca sin una evolución cultural, necesitamos un cambio de pensamiento. El ser humano debe superar su prepotencia y recuperar su capacidad de aprender, de superarse, debe también dejar de concebirse como la única especie de valor sobre la Tierra y reconocer el derecho de todos los animales a vivir saludablemente, y debe ser solidario con las generaciones futuras.