He estado lejos de este espacio por casi tres meses. En realidad, lo lamento y debo admitir que los echaba de menos, gentiles lectores, pero debía terminar unos proyectos profesionales.
En estas cerca de 12 semanas ha pasado mucho en el país, pero en Ecuador siempre ocurre demasiado en cuestión de horas. Sin embargo, ese pasar o ese ocurrir, la mayor parte del tiempo, se limita a mantener una feroz confrontación, particularmente en el discurso.
Desgraciadamente, nuestra capacidad de discusión es mínima, me atrevo a decir que muy corta. Nos encanta irnos por el camino más sencillo y cómodo, diría que hasta obvio: culpar al otro y criticar sin parar. Parecería que quienes hacen política no solo aprenden aquello, sino que, como se sienten en eterna campaña, olvidan que hacerlo es una vieja estrategia que, llevada al límite, produce polarización. Sí, a esa odiosa división del país en bandos, de buenos y malos. Cualquiera puede ser ubicado en uno de los dos extremos, basta que exprese un punto de vista para que –dependiendo de quién lo escuche- sea encasillado en uno u otro grupo. Sí, hay quienes se sienten moralmente superiores y se atreven a encasillar al otro, sin analizar ampliamente posiciones, ideas y, sobre todo, acciones. Y, en consecuencia, tampoco reflexionan sobre sus particulares puntos de vista, que muchas veces ni pueden sostener, pero que les hace sentir que supuestamente aportan y han abofeteado al que ha osado irse en contra de lo que ellos llaman o catalogan como correcto, como el deber ser.
En esta cándida y extendida visión de la política, parecería que muchos olvidan el tercer actor. No, no me refiero a la sociedad civil, sino a ese monstruo de mil caras que lleva años instalado en el Ecuador: la criminalidad.
Recordemos que los GDO (esos miles de ecuatorianos que se dedican al narcotráfico, minería ilegal, tráfico de especies, de personas, de armas y un larguísimo etcétera) tienen intereses políticos. Ellos apoyan al caos y la confrontación, porque es parte del escenario que necesitan para pescar a río revuelto. Ellos, que son contra quien el Gobierno declaró la guerra y han sido catalogados como objetivos militares y terroristas, también necesitan una red de defensa desde la política. Ellos tienen que protegerse a sí mismos y a su riqueza mal habida, por lo que necesitan de cuanto sostén puedan conseguir. Y por eso resulta curioso que en el debate público se opinaría como si ellos fueran parte de otra realidad que no golpea, que no lacera.
Quiero recordar unos hechos, a través de dos preguntas que desconozco si se las tiene en mente cuando empiezan esas discusiones en las que se culpa al otro: ¿qué pasó con las denuncias presentadas a la Fiscalía General desde el Ejecutivo y Legislativo en 2023 sobre la narcopolítica –eso por hablar de lo más reciente y no hacer un largo recordatorio- y sobre las cuales no se sabe qué fin tuvieron? ¿Qué resultados hay sobre las indagaciones de aportes ilegales a las campañas? A partir de estas dos preguntas se abre un abanico no solo de inquietudes sino de intuiciones de lo que está en juego en el Ecuador, donde muchos viven de la delincuencia. Y muestra, lo repito de nuevo, lo insulso de la división entre buenos y malos en la discusión política, porque el país lo que requiere es de un debate real.
Pongámoslo de la siguiente forma: si se lograría incorporar a este tercer actor, entendiendo la magnitud del problema y de los desafíos que tenemos, quizás pudiéramos enfocar la discusión pública en el planteamiento de soluciones, de proyecciones, de acciones concretas. No se perdería tanto tiempo y comenzaríamos hablar, por ejemplo, de una siguiente etapa, que es cómo construir la paz, cómo devolver esperanza, cómo generar progreso, cómo hablar en realidad de derechos.
El juego de la polarización es facilito, el desafío es hacer difícil el juego.