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La sostenibilidad no es moda ni maquillaje

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La sostenibilidad no puede seguir tratándose como un accesorio de imagen. No es una etiqueta para adornar campañas de marketing, ni un discurso populista para ganar votos. Y, sin embargo, eso es justamente lo que está ocurriendo. En la actualidad, muchas empresas —y también gobiernos— se han apresurado a pintarse de verde, a mostrarse “sostenibles”, sin asumir de verdad el fondo ético, técnico y estructural que “esa palabra” exige.

La sostenibilidad ha dejado de ser una aspiración para convertirse en una necesidad. Pero una necesidad que muchos están utilizando de forma oportunista: como una moda que otorga rentabilidad, simpatía, aceptación. Se habla de sostenibilidad para lanzar productos, justificar decisiones o calmar conciencias, sin modificar prácticas, estructuras ni prioridades. Es lo que se conoce como greenwashing, una fachada que oculta la falta de compromiso real con el medio ambiente, la justicia social y la ética empresarial.

El problema es serio. Si convertimos a la sostenibilidad en una estrategia de imagen vacía, perderá su capacidad transformadora. Y eso sería un lujo que no podemos permitirnos, porque la sostenibilidad no es un lujo: es la única opción para garantizar un futuro habitable y justo.

Ser sostenible implica un enfoque integral que articula lo económico, lo social y lo ambiental. No se trata solo de usar materiales reciclables o apagar luces en oficinas. Se trata de transformar profundamente la forma en que producimos, consumimos, regulamos y convivimos. Es asumir que las decisiones de hoy tienen consecuencias en las generaciones futuras. Es educar, innovar y operar con una visión de largo plazo que privilegie el bienestar colectivo sobre las ganancias inmediatas.

Las empresas verdaderamente sostenibles no solo ajustan sus procesos: replantean su modelo de negocio. Evalúan el impacto de sus cadenas de suministro, reducen su huella ecológica, respetan a sus trabajadores, se vinculan con las comunidades donde operan. Lo hacen con datos, con transparencia, con auditorías externas. Y comunican lo que hacen con la misma honestidad con la que reconocen lo que aún no logran.

En el caso de los gobiernos, el riesgo de “populismo verde” es aún mayor. Proyectos sin base técnica, políticas inconsistentes, decisiones más pensadas para las encuestas que para el planeta. Se ofrecen promesas ecológicas en los discursos, mientras se tolera la contaminación, se desmontan instituciones ambientales o se sacrifica la biodiversidad en nombre del “desarrollo”.

Por eso, es urgente reivindicar la sostenibilidad como una ética en acción. Como una visión que oriente, de verdad, las políticas públicas, las decisiones corporativas y los hábitos ciudadanos. Porque la sostenibilidad no es una moda, ni un truco publicitario, es el compromiso más profundo que podemos asumir con el futuro.

Como ciudadanos, tenemos también un rol clave. No basta con aplaudir lo “verde”; hay que examinar, contrastar, exigir coherencia. Cada vez que un producto, un servicio o una política se presenta como sostenible, hay que preguntarse: ¿lo es realmente?, ¿cuál es su impacto?, ¿a quién beneficia?, ¿a quién excluye?

La sostenibilidad comienza en lo concreto: en cómo tratamos el agua, la tierra, los residuos. Está en cómo educamos, producimos, transportamos y consumimos. Y solo será auténtica si se construye desde la responsabilidad compartida, con honestidad, con transparencia y decisión.

Porque no se trata de parecer sostenibles, sino de serlo. Y ese es el verdadero desafío del presente.

 

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