A medida que pasan las semanas son cada vez más sonoras las alertas de los expertos con respecto a la creciente probabilidad de que el fenómeno de El Niño se haga presente en los próximos meses. Las mediciones de la temperatura del agua tanto en las áreas costeras de Ecuador y Perú, como en la llamada zona de confluencia intertropical del Océano Pacífico, muestran números que superan las marcas previas.
Si las previsiones actuales se cumplen, dentro de poco veremos eventos extremos a lo largo y ancho de las Américas. Me refiero a precipitaciones intensas o sequías fuertes, además de perturbaciones atmosféricas como los tornados que han asolado a partes del territorio norteamericano.
Aunque, a decir verdad, las alteraciones se observarán en los cinco continentes, estamos más expuestos que otros. Las particularidades de nuestra geografía biodiversa, combinadas con asentamientos urbanos localizados en áreas de riesgo, aparte de vastas extensiones dedicadas a la agricultura, nos hacen vulnerables y son un motivo de preocupación que hay que tomar muy en serio.
Como lo han señalado los científicos desde hace rato, episodios más intensos forman parte del calentamiento global que, lamentablemente, sigue su curso. Durante la tercera semana de marzo quienes integran el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, sigla en inglés), adscrito a las Naciones Unidas, señalaron el daño ya causado sobre la naturaleza y los seres humanos por el alza promedio de más de un grado centígrado de las temperaturas en el planeta, en comparación con los niveles de la segunda mitad del siglo XIX.
Dicha progresión sigue su curso, a pesar de los llamados a la acción y los compromisos internacionales suscritos. Si bien la adopción de métodos sostenibles y no convencionales para la generación de energía avanza con gran vigor, es indispensable redoblar esfuerzos pues, según los expertos del IPCC, la ventana de oportunidad para conseguir resultados efectivos amenaza con cerrarse.
Para nadie es un secreto que este es uno de los grandes dramas de nuestro tiempo. No queda una región del planeta que no se vea azotada por catástrofes naturales, aumento en las temperaturas, afectaciones sobre la agricultura y, en consecuencia, sobre la producción de alimentos.
Como si ello fuera poco, tales fenómenos golpean principalmente a las poblaciones más vulnerables. De acuerdo con un informe del Banco Mundial, la pobreza extrema habría de aumentar un 300 % para el año 2030 en América Latina y el Caribe por cuenta del cambio climático.
¿Qué tanta responsabilidad tenemos los latinoamericanos en lo que sucede en el ámbito planetario? No está de más recordar que las emisiones netas de gases de efecto invernadero de la región ascienden al 8,4 por ciento del total mundial, algo que se asemeja al peso de la economía y la población en sus respectivos indicadores globales.
Aun así, vale la pena subrayar que el sector energético está por debajo de la norma universal en sus aportes (43 contra 74 por ciento), mientras que con el segmento de agricultura, ganadería, silvicultura y cambios en el uso del suelo pasa lo contrario (31 contra 14 por ciento). En concreto, la deforestación muestra una alta cuota de responsabilidad en el balance mencionado.
Asignatura pendiente
Por tal motivo, cualquier acción que se tome exige reconocer las particularidades citadas, entre otras para que los remedios no se apliquen en las mismas dosis que en otras latitudes en donde la realidad es muy distinta. A lo anterior se añade la asignatura pendiente de la pobreza y la desigualdad.
Y es que la precariedad de la población de más bajos ingresos se expresa de muchas maneras que van desde el costo de la comida o el acceso a la misma hasta la precariedad de las viviendas o su ubicación en zonas de riesgo. A lo anterior se agregan desafíos de siempre como la informalidad laboral o la todavía baja cobertura de la salud. Para nadie es un misterio, además, que la pandemia implicó retrocesos en este frente.
Si bien resulta correcto disminuir la huella de carbono mediante acciones que van desde la protección de áreas naturales hasta la limitación de las industrias extractivas y la puesta en marcha de una matriz productiva sostenible, los desafíos son múltiples. Tal vez el más evidente es cómo cumplir estas metas en sincronía con los objetivos de reducción de la pobreza y la marginalidad.
Conseguir ambos propósitos forma parte de la línea de trabajo del Banco de Desarrollo de América Latina (CAF). Con ocasión de la aprobación de aumentar el capital de la entidad a mi cargo en 7.000 millones de dólares, sucedido en marzo de 2022 durante nuestra asamblea de accionistas, dimos a conocer una propuesta renovada. Esta se resume en la intención de ser un Banco Verde que pasa no solo por la sostenibilidad, sino por el cuidado de la biodiversidad, incluyendo la de nuestros mares.
En términos prácticos, se trata de poner a disposición de los países en los que trabajamos 25.000 millones de dólares de financiamiento verde directo en el lapso de cinco años. Para 2026, el 40 por ciento de las operaciones aprobadas en ese periodo deberían enmarcarse en esta categoría.