El escritor Javier Marías, autor de novelas como Corazón tan blanco, Todas las almas, Tu rostro mañana o Tomás Nevinson, ha fallecido este domingo en Madrid a causa de una neumonía, según han confirmado fuentes de la familia. Tenía 70 años.
Madrileño del barrio de Chamberí, académico de la lengua y colaborador de EL PAÍS, Marías se estrenó como escritor en 1971, con 19 años. Debutó con Los dominios del lobo, una novela redactada “por las mañanas” —se consideraba escritor “vespertino”— en el apartamento parisiense de su tío, el cineasta Jesús Franco, para el que había traducido guiones sobre Drácula. El libro está dedicado a su maestro Juan Benet —que medió con la editorial Edhasa para que se publicara— y a su amigo Vicente Molina Foix, que le “regaló” el título.
Durante años simultaneó la escritura con la enseñanza en la Universidad Complutense y con la traducción. En 1979 su versión de Tristram Shandy, de Laurence Sterne, recibió el Premio Nacional. En 2012 volvió a obtener la misma distinción, esta vez en la modalidad de narrativa, por Los enamoramientos, pero, tal y como había anunciado, lo rechazó. Esa decisión, que se limitaba a los honores otorgados por el Estado español, afectaba también al premio Cervantes (que no llegó a obtener) pero no al Nobel (al que fue candidato). De hecho, contaba ya con algunos de los galardones más importantes del panorama internacional: desde el Rómulo Gallegos hasta el de Literatura Europea pasando por el Nelly Sachs.
Tras ganar el Herralde con El hombre sentimental e inaugurar su “ciclo de Oxford” con Todas las almas, la obra de Javier Marías dio el salto al gran público con la aparición en 1992 de Corazón tan blanco, que se alzó con el Premio de la Crítica. Su primera frase ―“No he querido saber, pero he sabido…”― contiene toda una poética y ocupa un lugar de privilegio en la antología de arranques memorables de la narrativa universal. En ese libro, además, cristalizó una inconfundible voz en primera persona que trata de sintetizar narración y reflexión en largas subordinadas que —al servicio de una trama misteriosa o de un dilema moral— reproduce obsesivamente el recorrido sinuoso del pensamiento. “Errar con brújula”, lo llamaba. Pero sin mapa. Más tarde vendrían Mañana en la batalla piensa en mí y, cuando apenas se usaba en España la palabra autoficción, Negra espalda del tiempo, en la que da una nueva vuelta de tuerca a Todas las almas.
Entre 2002 y 2007 se embarcó en su obra magna: la monumental trilogía que, bajo el título de Tu rostro mañana, supuso su acercamiento a la Guerra Civil a partir de un episodio inspirado en la delación de la que fue víctima su padre, filósofo y discípulo de Ortega y Gasset. Encarcelado por republicano, Julián Marías tuvo prohibido enseñar en la universidad franquista por negarse a firmar los principios del Movimiento. Eso le obligó a realizar viajes regulares a Estados Unidos para dar clases, por lo que Javier Marías pasó su primer año de vida en Massachusetts, cerca del Wellesley College, en el que su padre era profesor. Alojados en la casa del poeta Jorge Guillén, como vecino tenía a Vladímir Nabokov, cuyos poemas terminaría traduciendo y al que retrató en el volumen Vidas escritas, mítica recopilación de los perfiles publicados en la revista Claves, fundada por su amigo Fernando Savater.
La suya es una familia de humanistas. Al padre filósofo o al hijo escritor hay que sumar a Miguel (crítico de cine y exdirector de la Filmoteca Nacional), Fernando (historiador del arte y gran experto mundial en El Greco) y Álvaro (flautista clásico y musicólogo). Y, por supuesto, a la madre, Dolores Franco, maestra y traductora fallecida prematuramente en 1977 y a la que Javier, pudoroso hasta el extremo, dedicó algunas de sus páginas más emotivas. Para honrar los orígenes sorianos de su madre, el novelista llegó a pagar algunas temporadas una prima al Club Deportivo Numancia, el equipo de de la ciudad castellana.
Cuando parecía que las 1300 páginas de Tu rostro mañana cerraban la obra del Marías maduro —que frisando los 50 seguía siendo “el joven Marías” (el senior era su padre)—, volvió a la ficción con un conjunto de títulos que se cuentan por éxitos: Los enamoramientos, Así empieza lo malo, Berta Isla y, en 2021, Tomás Nevinson. En el prólogo conmemorativo del medio siglo de Los dominios del lobo —su primera novela si descontamos la adolescente y todavía inédita La víspera— el escritor recordaba que, a la recurrente pregunta de por qué escribía, solía responder medio en broma: “Para no padecer a un jefe ni tener que madrugar ni someterme a horarios fijos”. Al final, el oficio de escritor tampoco era, añadía, “manera de pasar la vida para un vago”: “A veces me llevo las manos a la cabeza, consciente como soy de que cada página ha sido elaborada y reelaborada pacientemente, siempre sobre papel y siempre a máquina, con correcciones a mano y vuelta a teclear”. Durante años, además, pensó que “no viviría demasiado, quién sabe por qué”. Lo que “desde luego” no imaginaba entonces, subrayaba, es que “aquel juego de casi infancia” le iba a llevar a “trabajar tanto”.
Su último libro, ¿Será buena persona el cocinero?, llegó a las librerías en febrero pasado. Se trata de una recopilación de las columnas que había publicado entre 2019 y 2021 en El País Semanal, donde llevaba casi dos décadas ocupando la última página. “Más de 900 domingos”, le gustaba recordar, entre puntilloso y resignado por “no haber convencido nunca a nadie de nada”. Durante años fue el último colaborador regular que enviaba a la redacción sus artículos por fax. Su única concesión tecnológica fue pasar a enviarlos por Whatsapp después de fotografiar los folios que salían de una Olimpia Carrera Deluxe a la que, con ironía, vinculaba el destino de su obra: el día que fallara la máquina de escribir, lo dejaría.
Fue uno de los escritores españoles más internacionales de todos los tiempos. Sus libros se han publicado en 46 idiomas y en 59 países. Y han vendido más de ocho millones de ejemplares en todo el mundo. “Si me consideran, me alegro, lo agradezco, pero si no me consideran, no me importa”, declaró en mayo, en una de las últimas entrevistas que concedió. “En mi caso todo lo que tenía que pasar, ya ha pasado en gran medida. No me puedo quejar, he tenido mucha suerte”. Era consciente de que sus libros están en la historia de la literatura y, a la vez, en miles de bibliotecas y en el imaginario de infinidad de lectores. Pese a todo, decía no preocuparle el destino de sus novelas: “La posteridad es un concepto del pasado, valga la contradicción aparente. Hoy en día no tiene el menor sentido. Todo se queda viejo a una velocidad excesiva. Cuántos autores, en cuanto mueren, pasan a un olvido inmediato”. Vista la conmoción que ha producido la noticia de su muerte (hasta el Real Madrid expresó sus condolencias), no es aventurado decir que no será su caso.
Gran aficionado al fútbol y al cine, fue un columnista polémico y un novelista respetado por sus pares y reverenciado por los lectores. Le gustaba firmar en la Feria del libro de Madrid. Resultaba, él mismo lo reconocía, más áspero por escrito que en persona. De cerca era un ser educado y generoso. Una vez abiertas las puertas de su estudio, su atención no distinguía entre ilustres y meritorios, redactores, fotógrafos o becarios.
Sometido a una dolorosa operación de espalda poco antes de la pandemia, pasó sus últimos años recluido entre su casa de la plaza de la Villa de Madrid, atiborrada de libros, películas y soldaditos de plomo, y la de su esposa, Carme López Mercader, en Sant Cugat (Barcelona). Allí tenía como vecino al cervantista Francisco Rico, fumador empedernido como él, personaje “real” en algunos de sus relatos y encargado de responder al discurso con el que ingresó en la RAE en 2008: Sobre la dificultad de contar. La novela que tenía en mente no pasó de las primeras líneas. Al cansancio de haber escrito cuatro en la última década, se le sumó la afección pulmonar que lo llevó al coma y, finalmente, a la muerte. El día 20 habría cumplido 71 años.
Texto original publicado en El País