Se ha vuelto recurrente, aunque necesario, seguir hablando sobre esa pesada lacra que nos aqueja, llamada corrupción, fenómeno convertido en una constante de grandes proporciones, dotada con tentáculos difíciles de controlar. No puede ser posible, por ejemplo, que la punta del ovillo de casos escandalosos y hasta evidentes no haya sido descubierta por autoridades nacionales, sino por las de otros países, allí están los asuntos más recientes que involucran a ex contralor Carlos Pólit, detenido en los EEUU donde enfrenta seis cargos penales, y el relacionado con el Metro de Quito por supuestos sobornos o coimas, evidenciado a través de denuncias de la Fiscalía de España.
Favorecen la corrupción no únicamente las leyes mal hechas o hechas con trampa, sino también otros elementos, como: instituciones de todas las funciones del Estado, donde muchos funcionarios no tienen un verdadero afán de servicio, generando en la ciudadanía sensaciones peligrosas de inseguridad, impunidad y desesperanza; autoridades incapaces promovidas por movimientos y partidos políticos que improvisadamente lanzan figuras “nuevas”, “sin pasado político”, “sin experiencia”, las que en muchas ocasiones y a la vuelta de la esquina resultan ciertamente impresentables, vean sino las más o menos frescas experiencias de Bolivia, Ecuador y Perú, entre otros de la pintoresca vecindad latinoamericana.
Pero también hay organizaciones y actores del sector privado proclives a actuar bajo la mesa o en sombras, al filo de las leyes, para enriquecerse a costa del esmirriado erario. Es decir, las prácticas corruptas son pan de todos los días y están en todos los espacios, adoptan formatos diversos: tajada en contratos, tráfico de influencias, no pago de impuestos, justicia a dedo, nepotismo, etc.
Erradicar de raíz la corrupción, fortaleciendo las propias capacidades e instrumentos es tarea urgente, por lo que transformar esta realidad resulta mandatorio, especialmente ahora, cuando se requiere contar con una hoja de ruta producto del diálogo y escucha amplios, con el potencial para orientar de una vez por todas en el camino que debe seguir el país, en un clima permanente de transparencia.
Habremos hecho algo si no desmayamos en el empeño de trabajar por una mejor educación, basada en los más caros valores y principios, y si no emprendemos una serie de reformas legales e institucionales para cambiar las cosas. En este sentido, la próxima consulta popular anunciada por el régimen de turno es una nueva oportunidad solo si se sintoniza con el momento que atravesamos, y si se busca decididamente incidir en los temas políticos, sociales, económicos e institucionales más álgidos que bloquean la construcción de una democracia verdadera y sólida.
Nota original publicada en el Telégrafo.