Según una información publicada por el Clarín, la proliferación de noticias para confundir o dañar a alguien han existido siempre, incluso cuando no contaban con los medios de comunicación de masas para replicarse, y se difundían con el boca a boca. Pero fue en las redes sociales, y rebautizados como fake news, donde encontraron el ambiente más propicio para nacer, crecer y multiplicarse. Y la pandemia por coronavirus, con más gente asomada a esas redes y durante más tiempo, los ha potenciado muchísimo acelerando y ampliando su difusión.
Pero, ¿por qué los creemos? ¿Cómo actúa nuestra mente para que seamos más o menos permeables a los datos falsos? ¿Por qué “nos tragamos” unos y a otros no les damos importancia?
“Estamos muy advertidos de que este fenómeno existe y de que aprovecha periodos de incertidumbre, de calamidad o de preocupación social para encontrar el hueco, para expandirse y ser más incontrolable y dañino; pero no por estar advertidos dejamos de picar”, afirma Rafael San Román, psicólogo de la plataforma Ifeel.
Beatriz Fagundo, doctora en neurociencia cognitiva, asegura que tiene mucho que ver con la forma de funcionar de nuestro cerebro y con una serie de sesgos cognitivos que alteran nuestro juicio, aunque también influyen cuestiones de personalidad o el estado emocional en que nos encontremos.
El hecho de que unos se crean el invento y otros no tiene que ver con cómo funciona el cerebro y los patrones mentales, con lo que se conoce como el sesgo de confirmación. especialistas afirman “Tenemos tendencia a dar por buenas las cosas que coinciden con lo que creemos, con nuestras ideas preconcebidas, de modo que si llega una información que va en la misma línea que tus esquemas mentales es más fácil que la integres”, sea verdad o no, comenta la neurocientífica.
A su vez, detalla que ello es así porque al cerebro le cuesta mucho –gasta mucha energía– crear un aprendizaje, un patrón concreto de activación de neuronas, y una vez que lo logra lo guarda para poder recuperarlo. De esta forma, cuando recibe una información que va en línea de lo ya aprendido le cuesta menos, le es más fácil, y por eso tiene tendencia a creerse, a dar por bueno, aquello que encaja con lo que tiene aprendido, con lo que considera lógico y racional”.
El cerebro absorbe como una esponja informaciones que coinciden con tu ideología (consecuencia de tu vida, tu historia, lo que te han enseñado, tus experiencias), ignorará la información contraria, la que no encaje con tus patrones lo que genera disonancia cognitiva y malestar.
La ilusión de conocimiento y control
Pero el sesgo de confirmación no es la única forma en que nuestro cerebro actúa para que nos creamos los inventos. También influye lo que en neurociencia denominan la ilusión de conocimiento y control. “Uno necesita tener la sensación de que su vida está controlada, que hace las cosas porque sabe que son así, y cuando hay situaciones que nos sobrepasan, donde tenemos mucha información pero muy ambigua, hemos de buscar estrategias para sentir que tenemos el control”, explica Fagundo.
Y continúa: “a eso se suma que todo el mundo piensa que sabe más de lo que realmente sabe, de modo que cuando en medio de la incertidumbre del coronavirus, por ejemplo, recibimos una información que pensamos que es privilegiada, somos proclives a creerla porque eso refuerza nuestra ilusión de conocimiento y nos hace pensar que tenemos el control sobre lo que está pasando”.
El refuerzo social
Otro sesgo cognitivo que condiciona nuestra permeabilidad a las informaciones falsas es el del refuerzo social. No es sólo que el ser seres sociales nos impulse a creer una idea por el mero hecho de que esté muy extendida. Es también que si al compartir una idea o una noticia nuestros familiares, amigos o seguidores en redes sociales se muestran de acuerdo, eso nos hace sentir valorados y nos proporciona un refuerzo brutal.
“Nos provoca una dosis de dopamina, activa el mismo circuito cerebral que si practicáramos sexo o consumiéramos una droga, proporcionándonos placer”, detalla la especialista, y eso predispone a compartir informaciones y expandir inventos, los creamos o no. Y al final, si algo se repite y comparte mucho, más personas acabarán dándolo por cierto.
A ello se suma el efecto halo, otra tendencia derivada de la forma en que funciona el cerebro que nos impulsa a hacer extensiva la buena impresión que tenemos de una persona en un aspecto concreto a otros ámbitos de su vida, aunque no tengan nada que ver. “Si el dato falso lo difunde una persona que es influyente, un deportista, un actor, un político, la tendencia del cerebro es pensar que, por el hecho de que ese individuo destaca en un ámbito, su opinión tiene un valor superior al que realmente tiene”, y eso confiere mayor credibilidad a las mentiras.
Via: Clarín