Sería muy triste constatar que en el país nos estamos acostumbrando a lo irregular y vil como normas de vida y de conducta. Queda esta sensación cuando vemos que los temas centrales de la agenda mediática están rebasados con noticias sobre corrupción, de conductas inmorales y hasta delictivas cometidas por personajes públicos; todo esto magnificado por ríos de información manipulada que fluye dañina en redes sociales. Estamos a tiempo de cambiar el rumbo, pero para ello se requiere grandes consensos y una agenda que guíe nuestro destino común.
La lucha actual contra la corrupción es importante pero aún queda corta, es que la podredumbre ha llegado hasta el tuétano de la sociedad, en lo público y privado; la baja calidad moral de miles de actores públicos y otros ha sido desnudada por la angurria y la sapada al aprovecharse dolosamente de carnés de discapacidad; cuando más esperamos certezas, gente desaprensiva utiliza con mala fe innumerables espacios de la comunicación, generando angustia y desorientación en la ciudadanía.
Cunde una cruel desesperanza. ¿Será que todavía hay quien confía en el país y su gente, al punto de ofrecerle propuestas serias para transformarlo positivamente?
Los presupuestos para un rescate ético nacional son renunciar a la viveza criolla, al famoso dicho: “hecha la ley, hecha la trampa”; a ese monstruo falaz llamado “populismo”; a sacarle el jugo al cuarto de hora de fama.
El cambio verdadero solamente se logrará con mejor educación y cultura, instituciones sólidas, leyes para el largo plazo y justicia efectiva, pero, sobre todo, eligiendo autoridades con los pies en la tierra, conscientes de que el poder no es para aprovecharse de él, sino para servir a los demás.
Es nuestra responsabilidad rescatar este pequeño paraíso penosamente enlodado por quienes no lo merecen, para nuestros hijos y los que lleguen después, para terminar con el desencanto que va haciéndose espacio en muchos corazones. (O)
Texto original publicado en El Telégrafo