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El cierre de la Supercom de Correa

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Josef K. es un gerente bancario que una mañana cualquiera es arrestado por dos funcionarios; ellos se limitan a decirle que está procesado. Pronto pasa a ser interrogado en dependencias de tribunales instalados en buhardillas; presencia extrañas situaciones donde los protagonistas son los burócratas que lo rodean y conoce a personajes que parecen querer ayudarlo, pero son impotentes frente a las muchas instancias y niveles de la justicia.

Grosso modo ese el argumento de El proceso, la novela inacabada de Franz Kafka y quién haya estado en una Redacción durante los años en los que la Supercom oficiaba de Gran Hermano del correísmo habrá sentido la misma sensación de Josef K. Una mañana cualquiera, por ejemplo, llegó a la Dirección de HOY la notificación de una multa por cerca de 60 mil dólares, solo porque por un error alguien colocó el número de ejemplares en la página editorial y no en la portada.

¿Y qué eran 60 mil dólares en la mentalidad de unos burócratas que nunca intentaron formar siquiera una sola empresa en su vida? ¿Qué eran 60 mil dólares en la mentalidad de unos burócratas acostumbrados a la mentira y al cinismo, tanto como para reclamar $80 millones por una dudosa honra mancillada?

Los hacedores de la Ley hicieron su agosto cobrando por talleres y asesorías sobre una Ley de Comunicación hecha solo para poner una mordaza a los medios. Jugosos contratos se repartieron entre los abogados que estaban detrás de esa ley, contratos que todavía no han sido auditados. Muchos periodistas pasaron de las salas de Redacción a las salas de monitoreo de la Supercom para espiar a sus antiguos compañeros en un edificio nuevo ubicado en la avenida Diez de Agosto, al norte de Quito, lleno de espejos, tal vez para ocultar al panel de abejas en plena actividad los 365 días del año.

Lo que más tenía la Supercom era dinero. Solo el sistema de monitoreo Videoma costó $1,6 millones. El edificio que permanecía activo las 24 horas de día llegó a albergar hasta cerca de 300 funcionarios. La sala desde donde se monitoreaba a los medios fue equipado con pantallas gigantes y decenas de computadoras.

Las redacciones pronto se llenaron de abogados, poco faltaba para que fueran los abogados y no los periodistas los que pusieran los titulares en las noticias, reportajes, investigaciones… Y aún así nada extraño resultaba recibir páginas diagramadas y tituladas sobre lo que debía decir X reportaje: que el país vivía en el paraíso y la opulencia por el excelente Gobierno que se sacrificaba trabajando las 24 horas y por eso había comprado dos aviones en minucias, unas decenas de millones de dólares, para uso de SP.

Y quién más idóneo para ocupar el cargo de Superintendente que Carlos Ochoa, periodista fiel al correísmo, que hizo una meteórica carrera en los medios públicos solo por repetir el discurso oficial de odio contra los medios y el periodismo. Y como no podía ser de otra manera, Ochoa llegó para ser la espada de Damocles del correísmo con 1.212 casos investigados de los cuales 707 terminaron en sanción a los medios de comunicación.

Ochoa ahora está prófugo, acusado del supuesto delito de falsificación ideológica de documento público.

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