Ya no sorprende nada. Mujeres, niños, ancianos, jóvenes deambulan por las afueras de Migración de Ecuador a la espera de un turno. En las autoridades se nota ya hasta un cierto nivel de indiferencia. Indiferencia ante unos niños que colorean hojas en blanco, mientras sus padres los apuran porque ya les toca pasar a sellar su entrada a territorio ecuatoriano. Hay protocolos de asistencia en salud a niños y mujeres embarazadas, personas en situación de vulnerabilidad en general, sobre todo, que están muy activos.
Ya no hay las interminables filas de hace unos meses, pero la desesperación de la gente que sigue llegando a raudales no ha cambiado. Pasar Migración es un primer alivio, pero después qué. Una larga caminata por los bordes de la carretera cargando mochilas, sacos de yute, bolsas… Caminan, ¿hacía donde? A cualquier parte. Ya ni vacas se ven en Venezuela dice uno de los caminantes que tuvo la suerte de conseguir un aventón desde la frontera hasta Quito. Lo dice con un cierto dejo de nostalgia al contemplar los campos ganaderos de Carchi. Él y su compañero de viaje, un joven con un piercing que intentaba tararear las canciones que sonaban en la radio, llevaban 13 días de caminata. Trece días con sus noches con pasos apresurados porque un trabajo les esperaba en un pueblo entre Santo Domingo y Quevedo, en un taller de tractomulas. Él había sido militar.
Del lado colombiano la situación tampoco es la mejor. El parqueadero de Migración ahora es una especie de campamento humanitario. Decenas y decenas de venezolanos aguardan para registrar su salida. Muchos, después de días de caminata, para seguir a Ecuador, Perú, Chile o Argentina. A cualquier parte lejos de un país llamado Venezuela, el que algún día fuera suyo.
Hay hileras de rostros rectos, ovalados, cuadrados; narices y labios de todas las formas, al igual que manos… que deambulan agitadas mientras esperan, porque su misión en la vida se ha reducido a esperar. No saben qué. Pero esperan tal vez el fin de la indiferencia…
El fin de la indiferencia ante el cinismo de un Nicolás Maduro que reclama a los gobiernos de México, Uruguay y Bolivia su apoyo en la exploración de un nuevo intento de diálogo, ¿con quién?, ¿con el mismo chavismo?, ¿un diálogo ante el espejo como el de la bruja malvada de Blancanieves?
Ellos caminan intentando dejar atrás un pasado de intimidación y miedo. Caminan, como comenzaron a caminar los ecuatorianos al exilio durante la década pasada por no haber creído en el llamado líder histórico, que ha hecho historia por haber dejado la más grande deuda pública que haya registrado Ecuador y por su desenfrenada ambición de poder. Una ambición desmedida, como el ego que mostró en un día tan banal como el de su cumpleaños que pretendió convertirlo en una fiesta nacional, cuando solo es la fiesta de él y su ego.
Ellos festejan, mientras millones caminan por varios países de América Latina gracias al desastre de su socialismo del siglo XXI que ha logrado mostrar los rostros más putrefactos de muchos personajes de la política ecuatoriana y latinoamericana que niegan el infierno llamado Venezuela, en el que ellos no estarían dispuestos a vivir. Porque para eso están los millones que les ayudan a mantener una vida de jeques árabes sin que nadie explique todavía de dónde sacan la plata. ¿De los petródolares que le quedan todavía a Maduro? ¿De dónde?
¿A dónde van? A Santo Domingo, dicen. Las vidas de esos dos caminantes se reducen a unas mochilas pequeñas. Ahí cargan todo lo que les dejó el chavismo. Eso y una rabia disfrazada de esperanza.