Martha tiene 35 años y un domingo en la tarde cualquiera fue a un bar en la avenida Tomás de Berlanga y Shyris, al norte de la franciscana ciudad de Quito, para festejar el cumpleaños de un amigo. Unos salieron a comprar provisiones, tres se quedaron con ella. Dos eran sus amigos, a uno lo había conocido hace poco, por intermedio de los que se suponían sus amigos.
La Policía halló una escena peor que la de los infiernos de Goya.
La defensa de la joven, que tal vez haya intentado volver a su vida normal -rota, muy rota-, ha pedido la máxima pena de 29 años para los agresores que fueron trasladados el jueves último del Centro de Detención Provisional en la cárcel de Latacunga y estarán ahí mientras dure la instrucción fiscal por 30 días.
Las redes sociales, el contemporáneo lugar de desahogo de las nuevas y anteriores generaciones, han comenzado a reclamar desde la pena de muerte hasta la castración química para los acusados, algo catalogado por Silvia Buendía, activista por los derechos humanos, como populismo penal.
Mucha sociología se ha ventilado con el caso en torno a la violencia sexual o ejercicio de poder. ¿Qué hacer? ¿Ejercicio de poder o ejercicio de cobardía? Martha sobrevivió. Nadie sabe cómo será su mundo, solo ella. Lo más probable es que sea un infierno, que ya no pueda confiar en nadie más, ni siquiera en la justicia, porque denunciar su caso amenazará con su revictimización.
La pondrá sobre el paredón de los monstruos que destilan bondad porque le dirán que es una buena persona, pero no debe vestirse así, no debe salir de su casa, no debe divertirse, no debe tener vida, no debe… porque otros tienen derecho a decidir sobre su vida. No hay nada peor que la bondad de los monstruos. Y pese a ello, Martha seguramente seguirá en pie reclamando un punto de quiebre, el de la no impunidad.