Una periodista de El País llegó hasta la iglesia de Saint Adalbert, en Pittsburgh, el escenario de las escenas de terror en los años setenta y ochenta, donde un circulo de curas depredadores, compartían a sus víctimas ya sean niños, niñas, monaguillos, con las que utilizaban látigos, violencia y sadismo mientras las violaban.
El padre Mike Harcarik, que lleva 25 años al frente de esa iglesia y conoce a buena parte de los curas citados en el informe de casi 1.400 páginas que documenta los horrores de la violencia sexual contra niños por parte de sacerdotes, le dice a la periodista que lo sintió por todos, por ellos, los curas depredadores, y por los que sufrieron los abusos. “Lo que está mal, está mal -dice en la entrevista-. Otra cuestión es la pecaminosidad. Que una persona haga algo mal es objetivo. Pero si es pecaminoso solo Dios lo sabe”.
No hay pecaminosidad donde hay maldad, donde hay violencia, donde hay sadismo, donde hay perversión, donde se ha perdido el más mínimo sentido de humanidad porque unas personas creen estar más allá de la justicia terrenal, donde un George Zirwas, Francis Pucci, Robert Wolk y Richard Zula pareciera trataron de llevar a la vida real las escenas de las 120 jornadas de Sodoma del Marqués de Sade.
El informe estremece hasta a quien hubiera leído las obras completas del Marqués de Sade. Los abusos sexuales en la iglesia de Pensilvania no eran un secreto, pero ahora están documentados, cuando muchos de sus protagonistas y hasta de sus víctimas han muerto. Fue una máquina de abuso y silencio.
-¿Por qué lo siente por los abusadores?, le pregunta la periodista de El País al padre Mike Harcarik. Y su respuesta estremece por todo lo que envuelve, porque es como si nada hubiera cambiado, como si ese Manual para ocultar esos crímenes se siguieran usando.
-Porque había una debilidad. Fue una cuestión de que la debilidad se apoderó. Te preguntas si rezaron suficiente, responde el padre Harcarik.
¿Todo se reduce a rezar? Para el padre Mike Harcarik son suficientes los rezos para que George Zirwas, Francis Pucci, Robert Wolk y Richard Zula no se vieran tentados a subir a un monaguillo sobre la mesa y desnudarlo para hacer material pornográfico en las dependencias rectorales.
Un millar de víctimas de los abusos por parte de 300 sacerdotes, protegidos por una gran maquinaria de silencio tejida con unas instrucciones perversas. No solo porque abusaban sexualmente y psicológicamente de los niños, sino que lo hacían de parroquia en parroquia, como si fuera una máquina de la infamia. Solo Zirwas pasó por ocho.
A la salida de la iglesia, donde el padre Mike Harcarik atribuye la historia de horror e infamia a una debilidad de los curas depredadores, la periodista de El País advierte que hay una señal de tráfico amarillenta: Watch children (Cuidado con los niños). Déjà vu.