El voyerismo está generalizado en nuestros días. Es un término proveniente del francés (voyeur, del verbo ver), sin traducción al español. Se le acerca ‘mirón’ y ‘fisgón’, pero tales acepciones están más de lado de la burla y la curiosidad. Lo que busca el rasgo voyerista de un sujeto es mirar lo oscuro y oculto en el otro, sin ser visto. Trata de ver la desnudez del alma del otro. Para eso, la palabra queda descartada para dirigirse al otro. Opta por un goce o satisfacción desde el rincón de su soledad, la pasión de observar la falla en el observado sin ser descubierto, como quien ve una sombra indefinida detrás de una cortina. En lo que hay que insistir es que esa posición del sujeto fracasa, porque de lo que puede ver en el otro siempre quedará un resto ‘invisible’, y por otro lado, siempre puede ser ‘descubierto’ por otro. Tal cosa le puede producir vergüenza, pero lo importante es que se incomoda porque ya no puede ver sin ser visto.
Lo de ver sin ser visto es utilizado en muchos ámbitos: Espionaje y contraespionaje político, entre estados, comercial, industrial, investigación policial, el crimen organizado, etc. Se suman todo tipo de cámaras de vigilancia en muchos lugares, generándose una la lista interminable. En el escenario político, John Edgar Hoover (1895-1972), primer director de la Oficina Federal de Investigación de los EE.UU. (FBI), utilizó por primera vez el voyerismo. Fue durante la época macarthista, dedicándose a investigar obteniendo e-videncias de los ‘errores’ y ‘fallas’ de los sospechosos de oposición política de izquierda, de los activistas por los derechos civiles y opositores a la guerra de Vietnam, para luego acusarlos o chantajearlos. El caso de los ‘vladivideos’ de ese personaje oscuro apellidado Montesinos en el gobierno de Fujimori en el Perú, es un precedente relevante. Recientemente, el presidente del Ecuador Lenin Moreno descubrió una cámara en su despacho presidencial que produjo la inquietante pregunta: ¿Quién se oculta detrás de esa cámara?
Vivimos en una época donde la moral, los ideales, las ideologías, las palabras y lo simbólico se han debilitado. Parece que el voyerismo es un rasgo del siglo XXI. La masificación de la pornografía lo ilustra bastante. Ante esta situación, el sujeto actual pretende sostenerse con el culto a la imagen, ya sin los límites del pudor ni la vergüenza y donde el uso de la palabra es la última rueda del coche. Todo indica que están encarnadas las máximas de “una imagen vale más que mil palabras” o “ver para creer”.
El voyerista, solitario y medio autista, ha asumido una posición subjetiva que hoy es difícil que no pueda dejar de asumir las consecuencias de su acto. El psicoanálisis propone que el voyerista no es una estructura clínica, tampoco una enfermedad ni condición. La estructuras clínicas se refieren a la psicosis, neurosis y perversión, y el rasgo voyerista será diferente en cada estructura y según la singularidad de cada sujeto.
En todos los espacios sociales del siglo XXI existen medios tecnológicos que posibilitan como nunca antes la posición voyerista. Pero es paradójico, porque a su vez, estos aparatos facilitan considerablemente ‘pescar’ al voyerista en su acto. Hay un desplazamiento de la política como discurso, como debate de ideas y planteamientos, a la ‘pornografía política’. En esa dirección, el asunto irá de mal en peor. En otra dirección, se pueden hacer combinatorias interesantes: Que un canal del estado transmita todos los supuestos ‘debates’ de la Asamblea Nacional. Así el ciudadano podrá sopesar mejor los argumentos de cada quien y forzará a los asambleístas a ejercer debates serios con resultados más convincentes.
En todo caso, el voyerista siempre puede tener la posibilidad de cuestionar su goce y transformarlo en un síntoma interpretable mediante la palabra. Tal propuesta se hace extensiva al campo de la política, ya que la mirada no es todo, y lo simbólico de la palabra atenuaría lo insoportable del fracaso de ver lo que no se puede ver