Era el 30 de septiembre de 2009. Un perdigón impactó en la cabeza del profesor Bosco Wizuma, mientras los policías dispersaban una manifestación en el puente sobre el río Upano. El primer muerto en las protestas sociales contra un Gobierno, el de Rafael Correa, que trataba de buscar su legitimidad a pulso. Que trataba de deslegitimar a toda persona, grupo o movimiento que no se alineara con sus políticas.
Las protestas en Morona Santiago eran contra la Ley de Aguas y la política minera del Gobierno, el primer enfrentamiento fuerte entre el proyecto que encarnaba el expresidente Correa con los indígenas. El Gobierno se vio obligado a dialogar con el movimiento indígena que en días previos había sido vilipendiado en los más duros términos desde el poder. Correa los tildó de cuatro pelagatos, chiflados que solo representan el 2% de la población.
En los diálogos Correa estuvo acompañado de su vicepresidente y ahora Presidente de la República, Lenín Moreno; el presidente de la Asamblea y hoy Superintendente de Territorios, Fernando Cordero, y varios ministros de Estado. Marlon Santi estaba en representación de la Conaie.
Santi cuestionó el irrespeto del Gobierno al movimiento indígena y a sus líderes; le recordó al ahora expresidente que sus dirigentes habían sido llamados chiflados. Y la reacción de Correa fue preguntarle a Santi cuál fue el estúpido que dijo eso. “Usted señor Presidente”, respondió Santi. Las aguas se calmaron, pero en lugar de buscar puentes, el Gobierno del expresidente insistió en cuestionar a esa dirigencia por no estar a la altura del movimiento indígena.
No estar a la altura de algo, por supuesto, era no estar a la altura del expresidente. A la altura de sus diatribas. A la altura de sus imposiciones. A la altura de su verdad. A la altura de sus insultos.
El expresidente volvió a mostrar, en su despedida, que nadie estaba a la altura de él. Nadie. Porque desde su particular punto de vista la política solo se entiende desde su cosmovisión. Desde su ego. Desde su idea de salvador de la Patria que olvidó agradecer al petróleo de más de $100 dólares, puesto en una especie de altar por sus seguidores. Desde el despilfarro en propagandas que hablaban de un milagro ecuatoriano. De un milagro que nunca fue. De un milagro puesto al desnudo por un Gobierno de su misma tendencia, al que acusó de traición, solo porque se puso a dialogar con otros que no piensan igual que él, pero en condiciones iguales. Sin el insulto de por medio.
“Sé bien que yo, ya no soy yo, soy todo un pueblo”, dijo el expresidente en uno de sus momentos de mayor euforia, cuando tenía todos los poderes a su servicio. Cuando podía humillar hasta sus más cercanos colaboradores, sin derecho a réplica. Todo un pueblo que no se vio en su partida, la de él, rodeado de guardaespaldas pagados todavía con recursos del Estado. Una de las partidas más tristes para él, que ahora deberá medir cuál es su verdadera popularidad ya sin el poder de decidir suerte y vida de los otros. De los otros que no piensan como él. De ese 2%, de ese 1%, de ese 0,000001% que en una democracia tiene todo el derecho a cuestionar y a ser escuchado.
La democracia es de deberes y derechos, no solo de deberes. La democracia se aprende en la escuela, no en una tarima llena de parlantes que no dejan escuchar nada.