Donald Trump ha dado un paso que ni Barack Obama se había atrevido a dar en su momento, la primera vez que el régimen de Bachar Al Asad fue denunciado por el uso de armas químicas contra la población civil en una guerra que se ha vuelto casi incomprensible, por lo complejo de los actores que intervienen.
Las cartas esta vez fueron echadas sobre la mesa. Rusia fue informada antes del ataque y ahora ha amenazado con suspender la colaboración entres los dos países. Trump ha jugado a recuperar el protagonismo de Washington en una guerra que le parecía indiferente, porque en Siria lo juntaba con Rusia su lucha contra el Estado Islámico y lo separaba su repudio a Al Asad.
“Era de madrugada y reinaba el silencio cuando Alaa al Yusef, de 27 años, escuchó el estruendo. Cuatro proyectiles acababan de caer del cielo sobre Jan Sheijun, la ciudad siria en la que vive bajo el control de los rebeldes. Al Yusef comprendió que no se trataba de un bombardeo normal al ver que los heridos no mejoraban aunque los rociaran con agua, vinagre o Coca-Cola”.
Era la reseña reconstruida por diario El País del ataque con gas tóxico que habría ordenado Al Asad contra uno de los bastiones de los rebeldes. Un afán por aplastar toda posible oposición a su poder.
El gobierno de Bachar Al Asad había decidido usar los muchos rostros del conflicto para mantenerse en su trono, para reprimir a los que consideraba sus enemigos sin rendir cuentas a nadie a cambio de su apoyo a la lucha del mundo contra la barbarie del Estado Islámico, del que se había vuelto hasta cómplice.
Usar al enemigo común a su favor.
Al Asad se había creído inmune a todo, hasta con permiso para violar los más elementales Derechos Humanos. El mismo Trump había abjurado de una intervención abierta en Siria. Ahora, su decisión de atacar una base militar abre otro capítulo en la historia de la guerra de ese país. Un capítulo inédito.