“Siendo minoría quieren ahora disolver la Asamblea Nacional porque es la única forma de que no pueda legislar. Están planteando un golpe de Estado, eso es lo que están planteando”, decía Hugo Chávez en 2010 sobre los peligros de las maniobras para disolver al Parlamento. Un parlamento cómplice, entonces, que le llenaba de leyes habilitantes, de plenos poderes, para expropiar todo, para hacer de Venezuela su hacienda particular, con todos bajo su control.
Ahora que millones de venezolanos decidieron, con la Constitución moldeada por el chavismo, elegir a una Asamblea donde la mayoría es la oposición, un órgano leal al chavismo y a su delfín Nicolás Maduro decidió simplemente suprimir sus poderes y declarar, sin otras palabras, un Golpe de Estado.
El traspaso de las competencias de la Asamblea al Tribunal Supremo de Justicia, con jueces que han jurado lealtad al chavismo, es eso: un Golpe de Estado. Porque paralelamente concede poderes extraordinarios en materia penal, militar, económica, social, política y civil a Nicolás Maduro.
La Asamblea Nacional fue democráticamente elegida por última vez en las elecciones de diciembre de 2015, pero como la oposición obtuvo el voto mayoritario, Maduro ha intentado, desde el primer momento, saltarse su legalidad con la integración de un parlamento alternativo primero y la indiferencia después.
Es la ilusión de Maduro. Su ilusión de encarnar al pueblo. De ser él, el pueblo. Una ilusión triste, un sueño del que el chavismo deberá despertar algún día por la acción de una Venezuela libre, con o sin la ayuda de una comunidad internacional que ha actuado hasta ahora de una forma hasta cómplice, con el Vaticano incluido.