Los pobres estaban en el “ser de su saber”. Su maestro Juan de la Cruz había dicho que no se habita donde se vive sino donde se ama. (Esto estaba en el recuadro del periódico, ya está incluido en el texto)
Los sábados suelo amanecer en otro barrio. Debajo de mis palabras, habita un señor casi desconocido en el mundo. Un poco más allá, un hombre llamado Simón, amigo de antiguas andanzas, que suele asomarse al mundo en las ventanas de sus palabras, con un enorme paraguas como un personaje de las pinturas de Magritte. Uno de mis vecinos de la tienda tiene jaulas llenas de pájaros y el otro hasta altas horas de la noche hace sonar marimbas inquietantes.
Del otro lado del filo de esta página, tengo un extraño amigo. Este vecino comparte conmigo algunas aficiones. Es taurino y cree como yo que “El Viti” fue un extraordinario torero.
Nunca le he preguntado que hacía un carmelita descalzo, en las ferias de Quito, atrás de esa barrera que lleva escrito hasta ahora: Clínica Santa Cecilia. Quizás me hubiera respondido, que por razones profesionales. O tal vez, me hubiera dado la misma respuesta que Guillermo de Barkerville en El nombre de la rosa, cuando Adso le preguntó por qué masticaba ciertas hierbas del jardín “lo que es bueno para un viejo franciscano no lo es para un joven benedictino”.
Como yo soy del barrio de San Sebastián y no de La Mariscal, como el Pájaro, solo de oídas había escuchado de los sermones del Padre Luna, en Santa Teresita. Cura de ricos, me dijo más tarde. Hasta que me enteré que cuando se hizo el primer censo sobre prostitución en Quito, el hombre que aliviaba dolores, consolaba y oía muchas historias en otros espacios era este, ya en ese entonces, académico de la lengua.
Los pobres, como él había dicho “estaban en el ser de su saber”. Pero había de encontrarlos más de cerca. Y es entonces, como Obispo, que aprendió en aquellos caminos de Zhagly y de Pucará. Y es en ese lugar y desde ese lugar donde comenzó a hablar. Su maestro Juan de la Cruz había dicho que no se habitaba donde se vive sino donde se ama.
Y claro que fijar allí su residencia, le costó enfrentarse con los poderes. Dice que allí aquellos campesinos le enseñaron la sabiduría que significa saber con sabor.
Este extraño amigo habita, no tanto las páginas de la vecindad, sino antiguas e intemporales moradas. Él sabe de la fuente que mana, aunque es de noche. Sale tras él, clamando y era ido… y suele repetir: “Oh, cristalina fuente, si en estos tus semblantes plateados, formases de repente, los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados”…
Este Alberto, mi vecino, como diría De Certeau, es un enfermo de ausencia, enfermo de lo único. “Lo Uno, ya no está, se lo llevaron… al no ser más el viviente, este “muerto” no deja sin embargo, ningún reposo a la ciudad que se construye sin él”…
La Universidad Andina ha concedido un doctorado honoris causa a mi vecino en estos tiempos líquidos de posmodernidad. Estos hombres son los únicos que no permiten que se hundan los barcos… porque saben que el problema es del mar y de las tempestades…
En 1999 @uasbecuador entregó Doctorado Honoris Causa a Monseñor Alberto Luna Tobar. Compartimos estos importantes recuerdos para U. Andina pic.twitter.com/7Nchca5FtW
— Universidad Andina (@uasbecuador) 7 de febrero de 2017
*Articulo escrito en 1999 y publicado en Diario HOY.