El tercer debate entre Hillary Clinton y Donald Trump fue seguido por millones de personas en todo el mundo. Algo fácil y con traducciones a varios idiomas, gracias al desarrollo de la tecnología, porque en el fondo, como dijo la candidata demócrata, Estados Unidos es un país de inmigrantes con familias en todo el mundo. Eso está en su literatura, en su música, en su arte, en su fonética, en su gastronomía, en su moda…
El señor Trump jugó a ser el antiestablishment, aunque él sea el más genuino representante del establishment. Trató de hacer pensar a los estadounidenses que el poder está en otra parte y que él iba a romper esas estructuras de poder, las iba a demoler. La tradición democrática de Estados Unidos y su gente, migrantes por doquier, pronto desenmascaró ese discurso.
Un discurso antiestadounidense, porque es desde todo punto de vista antidemocrático, que culpa a todos de los males de Estados Unidos, menos a él, el dueño de un emporio creado gracias a las libertades que ha defendido la Constitución de ese país desde su nacimiento y que ha permitido a millones de inmigrantes progresar.
El señor Trump quiso presentarse como el Noé antes del diluvio universal, libre de impurezas y llamado a salvar el mundo. Y el mundo se juntó para intentar salvarse de él. ¿Qué tantos resultados dieron esos esfuerzos? El mundo lo sabrá el 8 de noviembre.