El senado brasileño condena a Dilma Rousseff por 61 votos a 20 a dejar de forma definitiva la presidencia. Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT), apartada provisionalmente del cargo desde mayo, tiene también un mes de plazo a partir de hoy para abandonar para siempre el Palacio de la Alvorada, su residencia oficial durante seis años, dos mandatos y medio.
Brasil culmina así el cambio de Gobierno más traumático y esquizofrénico de las últimas décadas. La votación constituyó el último y esperado capítulo de un largo proceso de impeachment que comenzó el 2 de diciembre y que ha mantenido al país en suspenso.
Rousseff decidió aguantar hasta el final y apurar todas y cada una de las fases a pesar de que las previsiones aventuraban su fracaso casi desde el principio. Su resistencia era más simbólica que práctica, encaminada a dejar claro que no aceptaba ni aceptaría jamás el veredicto y que se sentía juzgada no solo injusta sino antidemocráticamente. “Estamos a un paso de la concretización de un verdadero golpe de Estado”, dijo Rousseff el lunes, delante de los 81 senadores que la juzgaron. Michel Temer, el presidente interino (antes vicepresidente y aliado de Rousseff, ahora enemigo declarado de ella) asumirá la presidencia completa hoy mismo para marchar después a la cumbre del G-20 en China.
El origen remoto del proceso hay que buscarlo en un informe de tres abogados que denunciaron a la presidenta hace más de nueve meses por maquillar las cuentas públicas a base de hacer trampas con el presupuesto mediante un abstruso mecanismo de préstamos públicos. Los senadores brasileños se han pasado horas y días y meses discutiendo en un perpetuo Día de la Marmota sobre si el retraso por parte del Gobierno en reembolsar un pago efectuado por un banco público a un programa estatal se podía considerar delito o no.
En el fondo, el impeachment siempre fue político. A Rousseff se le ha juzgado (y condenado), entre otras cosas, por su gestión. Por eso, no habría sido expulsada del cargo si la economía no se hubiera despeñado en 2105 y en 2016 más de un 3% del PIB, si el paro no hubiera escalado a un 11% o si la inflación, un verdadero fantasma en la sociedad brasileña, no hubiera repuntado hasta un 7% después de épocas de estar controlada. De otra manera: si bajo su segundo mandato Brasil no hubiera embarrancado en la mayor recesión de los últimos 80 años. (I)