La atrocidad de Bruselas
Pasada la impresión, el momento de ver – y sentir, con dolor y rabia- hemos empezado a esforzarnos en comprender y sacar las primeras conclusiones. Es saludable que las mantengamos abiertas, dichas conclusiones, como recomendaba Lacan.
Creo que para empezar analíticamente, a lo cartesiano, es fundamental poner las cosas en lugares claros y distintos. La sublimación marxista, que hacía de la lucha de clases el marco racional de la violencia, se ha visto desbordada. Un fracaso previsto por Lacan cuando habla de un poder cada vez más enloquecido que no se ajusta a la lógica hegeliana que hace triunfar al Espíritu Absoluto en el fin de la historia. En otro sentido: hemos visto el final de una historia, pero no el idealizado por el progresismo.
Un marxista como Fredric Jameson observa que la caída- no la desaparición, pues sigue deambulando como un zombi – de la sublimación marxista hace reaparecer las luchas étnicas, religiosas y nacionalistas. Podemos añadir en este listado de violencias dispersas las guerras de facciones guerrilleras, pandillas y carteles. Y anotemos que las tensiones entre las potencias están a la orden del día.
Que tenemos violencias de todo tipo es evidente. Pero no se gana abordándolas como manifestaciones directas de lo mismo. Tal generalización incluso minimiza nuestra teoría reduciéndola a una sola verdad: la pulsión de muerte reina.
Las civilizaciones concretan discursos amo que hacen variar dicha pulsión. Las violencias contemporáneas en el llamado “Occidente” no pueden hacer conjunto con la violencia yihadista. Tenemos allí otra cosa, para la cual Occidente es el objeto malo, que primero fue indiferente y luego odiado mortalmente. Lo inconsciente es el punto de partida: la envidia.
Practicaríamos un negacionismo agrupando la guerra santa con las otras guerras. Las religiones están en el centro de la cultura, no son superestructuras. Sus mandamientos regulan la familia y tienen un problema irreductible y permanente: qué hacer con las mujeres.
La religión, cualquiera, es la aplicación de una ley, que fracasa enfrentando el no todo femenino, el goce Otro. De allí que no le queda otra salida que el pasaje al acto de la guerra. El Estado Islámico simplemente viola, esclaviza y asesina a las mujeres “infieles”. Las otras, las sumisas, serán administradas por la autoridad religiosa a través de rituales casamenteros. La novela de Houellebecq pronostica este destino más piadoso aplicado por islamistas europeos.
Enfrentamos un nihilismo de última generación. El Dios Padre es defenestrado y su lugar vacío es ocupado por el Uno, el Único, el tawhid. Revelación inesperada en la celebración de la caída del padre, que se imaginaba como una liquidación del patriarcado falocéntrico. El superyó, ahora al mando, realiza – extrañamente y al límite- el imperativo sadeano, llevando a los sujetos, identificados en la bandera negra del nihilismo, a la plenitud de la muerte.
Las luces aportadas por JA Miller incluyen una conclusión poco citada: hay que derrotar al Estado Islámico. Y podemos decir que también hay que derrotar los emprendimientos yihadistas de otras sectas. Pero no vamos a derrotar la barbarie con razones y teorías, mucho menos con interpretaciones a quienes no suponen a los analistas sino un lugar bajo tierra. ¿Quedaremos, como en la Segunda Guerra Mundial, solo para ayudar en los “esfuerzos de guerra”?
La religión verdadera, la de Roma (Lacan, La Tercera) tiene un desafío frente a esta falsa religión, que sin embargo ha resultado eficazmente sangrienta. Las masas de Occidente podrán reclamar como en el sueño paradigmático: Padre, ¿no ves que estoy ardiendo en las llamas de esta guerra santa? Si el sentido religioso -no hay otro- respondiera de este apocalipsis, queda a los analistas sostener el verdadero ateísmo lacaniano que enuncia que Dios es inconsciente.