En los acontecimientos sucedidos el pasado 12 de junio en la discoteca Pulse de Orlando, Florida, que dieron como resultado el asesinato de casi cincuenta hombres gays de origen latino, convergen tanto la homofobia, como el racismo y la intolerancia religiosa. De hecho, estos aspectos convergen no solo en el evento, sino en el autor mismo de esta masacre: Omar Mateen fue una persona de origen Afgano nacida y criada en Estados Unidos y que posiblemente experimentaba deseos de tener sexo con otros hombres—¿de origen Latino, tal vez? En el contexto norteamericano actual, en el que se han recrudecido los discursos de odio hacia las diferencias sexuales, raciales y religiosas, dicha convergencia es explosiva. Afirmar que lo ocurrido en Orlando es un hecho aislado, perpetrado por un fanático religioso, mentalmente inestable, y con deseos homosexuales “reprimidos” sería simplificar la complejidad de un hecho que tiene lugar en condiciones sociales e históricas muy específicas.
Para intentar hacer justicia a la complejidad de este acontecimiento, propone que nos aproximemos a él haciendo uso del concepto de homonacionalismo, elaborado por la académica Jasbir Puar en su libro Terrorist Assemblages: Homonationalism in Queer Times, 2007.
El homonacionalismo sirve para identificar cómo ciertos discursos nacionalistas en favor de la homosexualidad lo hacen para posicionarse en contra de la diferencia racial o religiosa. El homonacionalismo construye la tolerancia hacia ciertas formas asimilables de homosexualidad como algo propio de sociedades o culturas “occidentales,” euro-norteamericanas y “civilizadas,” y la homofobia como algo propio de sociedades o culturas “no-occidentales” “de color” y “primitivas”; es decir, la homofilia es blanca, occidental, y judeo-cristiana, mientras que la homofobia es de color, no-occidental, y no-judeo-cristiana (muchas veces musulmana, aunque no exclusivamente). Como consecuencia, la aceptación de la homosexualidad se vuelve cómplice de una intolerancia racial y/o religiosa.
Lamentablemente, el discurso homonacionalista niega la homofobia que persiste en las sociedades de occidente, por ejemplo, en sectores religiosos cristianos y políticamente republicanos de los Estados Unidos, o en sectores ultra-nacionalistas y de extrema derecha en la misma Europa occidental. Simultáneamente, el homonacionalismo niega la existencia de formas de diversidad sexual en sociedades no-occidentales; por ejemplo, los sistemas de género no binarios de muchísimas sociedades ancestrales alrededor del mundo, o en sectores no-urbanos o de clase trabajadora. Casos de diversidad sexo genérica de este tipo han sido documentados incluso aquí, en Ecuador, en algunas regiones de la costa. Además, el homonacionalismo proyecta la intolerancia sexual en los “otros” raciales, étnicos o religiosos y al aceptar la existencia de sistemas de diversidad sexo-genérica lo hace en términos “primitivizantes”, como si estuvieran en un grado menor de desarrollo “evolutivo” en el cual occidente se sitúa en la cúspide.
Pero más lamentable aún es el hecho de que posturas homonacionalistas justifican y naturalizan los discursos de odio que prevalecen en la esfera pública, en los medios de comunicación, o en campañas políticas con fines electorales de estas sociedades “civilizadas”. Estos discursos promueven acciones discriminatorias en contra de minorías étnicas, religiosas y migrantes. Este es el contexto en el que deben ser leídos y analizados los acontecimientos que tuvieron lugar en Orlando, y es el caldo de cultivo en el que emerge y se constituye la “psicopatología” de Omar Mateen.
Tenemos que comenzar a educarnos para la convivencia en diversidad de todo tipo. Pero la convivencia en diversidad requiere de transformaciones profundas en nuestras actitudes hacia los otros y hacia nosotros mismos. En lugar de hablar de una mera tolerancia o inclusión debemos estar dispuestos a procesos de negociación cultural a todo nivel: tanto religiosa, como racial y sexual.
Una educación para la diferencia debe promover el cuestionamiento de nuestras certezas epistemológicas, de nuestras creencias en verdades absolutas e inamovibles. La educación para la diferencia debe hacernos dudar de que somos dueños de la verdad, o de que nuestra posición como sociedad con respecto a la sexualidad, a la diferencia cultural o a la diferencia religiosa es mejor que la de cualquier otra. Tenemos que abrirnos a la posibilidad de que la convivencia con los otros nos cambie, nos transforme, nos conduzca a encontrarnos con la diferencia en un tercer espacio en el que negociamos nuestras posturas y nos transformamos mutuamente. Tenemos que aprender de la diferencia.
En el caso de Ecuador, somos una sociedad que todavía se resiste a considerar como deseable la diversidad sexo-genérica. Pese a las conquistas de los grupos LGBTI en las últimas décadas, cuando un menor de edad comienza a evidenciar su diferencia, el contexto en que vivimos todavía está lejos de celebrar dicha diferencia.
La postura más abierta que podemos esperar se reduce a algo así como: “qué pena que no es heterosexual, pero igual le voy a apoyar”. Todavía es impensable decir: “¡Que bueno!” o “¡Felicitaciones!” a una niña lesbiana, o a un niño trans. Algo similar sucede en situaciones, cada vez más frecuentes en nuestro medio, en el que personas adultas, que pueden incluso ser padres o abuelos, “salen del clóset”.
Aunque se dice fácilmente que no hay nada malo ni vergonzoso en la diferencia sexual, estamos lejos de celebrarla en nuestros círculos más cercanos. Conceptos como “tolerancia” o “inclusión” son obviamente insuficientes. Nos falta recorrer un largo camino en el desmantelamiento de nuestras certezas y en el cuestionamiento de nuestras creencias sobre la verdad.
Las luchas por las reivindicaciones de los derechos de las personas con diversidad sexo-genérica son más que una moda pasajera y superficial. Cuando suceden eventos como el que ocurrió en Orlando, es evidente que la vida de ciertas personas todavía está en riesgo en virtud de su diferencia. Al situar la sexualidad y el deseo al centro del análisis de la sociedad y la cultura contemporánea, nos damos cuenta de que tanto el sexo como el deseo son aspectos cruciales en la supervivencia de las personas, y que están atravesados por aspectos de toda índole: económicos, políticos, religiosos, filosóficos, educativos, familiares, jurídicos, electorales, mediáticos, transnacionales, e incluso bélicos, por nombrar solo algunos. Es improcedente considerar lo LGBTI como de importancia para ciertas minorías únicamente. Del mismo modo en que el feminismo desde hace tiempo que es un asunto que nos concierte a todos, no solamente a aquellas personas construidas como “mujeres”, las luchas por los derechos de las personas LGBTI desde hace tiempo que nos conciernen a todos, no solo a aquellos que se identifican con alguna de las letras de esa diversidad. La diversidad sexo-genérica y sus convergencias con otros tipos de diferencia sea ésta religiosa, racial, étnica, o migratoria, están al centro de las transformaciones y las luchas de la sociedad, la cultura y el mundo contemporáneos.